03-06-2008.
Diosas que pasan ligeras
pero se dejan un alma
‑mientras haya‑
señalada con sus huellas.
P. Salinas.
pero se dejan un alma
‑mientras haya‑
señalada con sus huellas.
P. Salinas.
Esa Semana Santa, con apuros de conciencia, Burguillos se dejó arrastrar alguna tarde al cine. Y devoto y audaz paseó a una niña ocho años menor que él. Muy bien vestía… Educada y tierna. Pisaba como los ángeles. Era su tipo. Rubia, serena y esbelta. Exhalaba juventud y fragancias como si cada mañana se bañase en rocío de flor. Además, él la había descubierto y abordado.
Unas veces Teobaldo y otras Bangueses le echaban una mano cuando ella llevaba carabina. Se le iba presentando coqueta y almibarada. Le llamaba Burguitos. Y en La Cultural se empeñaba en pelarle las gambas y ponérselas en la boca como a un pajarito hambriento. A la castellanía y ascética ignaciana de Burguillos no les iba tanto arrope.
Un buen día, como Burguillos “ni arre ni so”, le echó a la cara la papeleta: «Errar o quitar el banco». Porque en Úbeda, las niñas muy paseadas se quedan “mocicas viejas”. A él le dolía dejarla que se fuera… Pero es que no se encontraba a punto para un compromiso en firme. Aparte su salario, Burguillos no había cerrado ni su intención ni su alma al sacerdocio. Ni tampoco había descartado definitivamente a Isadora.
Le tentaba pedirle a su ángel rubio una prórroga, un mes… ¿Qué es un mes… dos o seis en un asunto tan serio? Pero temió engancharla en el sine die de su calendario. Y fue honesto. Mutua y amigablemente se concedieron carta de libertad. Y si algún día a él le cambiasen los aires y le acrecieran la paga, y si ella estuviere libre, él volvería. El sueldo deficitario no le importaba a ella, que era hija de “papihonrao”, con su cortijo y buen vivir.
La niña melosa y Burguillos siguieron mirándose con amor… porque era muy bonita, dulce y buena chica. A veces volvieron a pasear o coincidían juntos en el cine. Tenía unas manos preciosas y muy suaves… Preciosos y dulces también eran sus labios.
En el colegio, en mayo, no había más flores que las de papel. Las que, ofrendas y propósitos, escribían los estudiantes. Las depositaban en una bandeja o en un buzón y se quemaban el día treinta y uno en honor de María. ¡Cómo le repicaban a Burguillos, allá en los hondos del corazón, los mayos de San Zoilo y de Comillas! ¡Cuántas flores y qué versos! En Úbeda, también, cada División se consagraba a María con ruido y fervorines. La Segunda lo hizo al aire y estilo del padre Wenceslao. Alguna pluma inquieta de la “cantera Burguillos” leyó con emoción sus propios versos. ¡De arte mayor ya!
Mayo no era pródigo con Úbeda en flores ni praderías. Olivares, cereal y rudos barbechos. Pero en algo era regocijante: en mayo maduraban los habares. Cada jueves, el paseo se hacía por un pago distinto para que el esquilmo fuese mejor prorrateado.
El hortelano de la Safa se quejaba de “los niños de Burguillos”:
—Peores que plaga de langostas son. Y el señor Burguillos nunca los ve.
Y a sus chicos les cambiaban el pelo y la cara.
Por mayo fue… Cuando hace la calor… Cuando si el amor prende hasta las piedras arden… Alta, más que Burguillos. Airosa como una palma. Verdes los ojos. Estaba, hablaba y se movía siempre serena, acompasada. Toda ella era armonía, proporción. La tez y el cabello de un rubio germánico hiriente. Veinte años como veinte rosas recién abiertas en un vaso helénico.
Espiga granada en oro,
espiga rubia espigada
con un nórdico relámpago
en su límpida mirada.
espiga rubia espigada
con un nórdico relámpago
en su límpida mirada.
Reina fue de los juegos florales y así la cantó el poeta premiado. Burguillos, a sabiendas de que perseguía una estrella, espiaba sus balcones. Y la esperaba, como un recluta, pegado a la estatua del General Saro. Y la paseó. Y en el cine le dejó en el oído palabras estremecidas.
Aquello no era amor, era cuartana de león. Pensaba Burguillos si no estaría enfermo. Tantos flechazos y siempre con puérulas…
Sin duda era un menorero. ¿Sería la reacción a un amor proteccionista, absorbente? ¿O sería que tras tantos años de tener parado el reloj, cuando lo echó a andar no remontó el retraso? Aunque bien pudiera ser sencillamente una predisposición natural. Que a Burguillos le parecía que, bella como bella, lo es más la flor del almendro que su fruto.
A la luz de esta hoguera ¡cuántas lindezas soñaba y escribía! Cursilerías anacrónicas eran de un corazón retardado.
A pesar de todo, para Burguillos fue algo maravilloso. Un bello recuerdo que nunca olvidaría. Aquella niña le dio la hondura de su capacidad amorosa. A los cinco minutos de conocerse lo había narcotizado. Consciente de ello, se desmarcó del grupo y tuvieron un aparte. Y le dejó acompañarla desde el Parador hasta su casa. Burguillos le hablaba de su fascinación… Ella se alborozaba oyéndolo y le gustaba estar con él.
¡Cómo se lucía en la Vespa! Volaban tras ella ojos, corazones, lujurias…
Iban acercando a buen ritmo las almas. Y Burguillos empezaba a perder apetito y sueño. Acaso porque también anhelaba acercar los cuerpos. Su nombre, como a un mozuelo, se le escapaba sobre cualquier superficie. De cuantas mujeres llevaba revisadas y tratadas, ninguna le había trastornado así. Ninguna se le había presentado como la solución taumatúrgica de todos sus males: indecisión, soledad íntima, hambres retrasadas, años ayunos de cariño. Y tantas otras penas como caben en un corazón grande y sensible… ¿Por qué el cielo le ponía la flor de sus remedios en rama tan alta?
Burguillos se sorprendía de que pasease con él tanto tiempo. Nada de tejos por su parte. Aun así le satisfacía profundamente dejarle ver sin recato que su compañía, su presencia y su aroma eran ya parte sustancial en su vida. Suspiraba por los jugos de su boca. Besó alguna vez su pelo. Y le tomó las manos. Le dio una foto preciosa. Pero los labios… Nunca olvidó Burguillos que era un amor imposible. Se lo confirmó aquel día.
Estaba ya entrado junio. Ella debía irse a la finca con sus padres. Burguillos, quizá acuciado por la separación, andaba esos días más ávido y vehemente… ¡Qué dignamente lo enfrió!:
—Aunque me apeteciera —le dijo—, una cosa es el amor y otra la amistad.
Y Burguillos, porque le costaba renunciar al sabor, a la marca de sus labios, le suplicó que se la dejara al menos en el puño de la camisa. Y con sus iniciales y una fecha, 19‑06‑1956, le dejó la huella carmínea de su boca.
Años, lustros, guardó parte de su historia amorosa en el puño de aquella camisa blanca: y, como en la película…, aunque se fueran aquellos encuentros y se hubiera marchitado el esplendor sobre la hierba y la gloria de las flores, no era cosa de afligirse. Porque la belleza del episodio perduró en sus recuerdos.
Muy a primeros de junio, por ahorrar piadosamente hambre a los alumnos y deudas a la Safa, se abrieron las compuertas y el colegio se vació. En las despedidas Burguillos se sentía como afectado. Como si cada chico se llevase algo de él, o que él tomara algo de cada uno. Algún puñado de su juventud se llevaban. Y él se quedaba con sus nombres, sus travesuras y sus encantos. Con la obertura de su personalidad y espléndidos presagios de su futuro.
A la mañana siguiente, mientras se desperezaba el sol, Burguillos bajó a los campos de deporte. ¿Dónde mejor para repasar y evaluar su primer curso en la Safa? El silencio cubría las gradas. Anidaba en las copas de los árboles. Las porterías, aburridas, marcos de ausencias semejaban. En el suelo polvoriento, pájaros e insectos ya habían escrito el adiós en sus jeroglíficos.
¿Adónde se fueron tanta algazara, tantos anhelos, tanta vida? En esos patios, minuto a minuto y día a día, les vio crecer. Ahí les corrigió, celebró sus éxitos, su bravura deportiva y su compañerismo… Y les deseó lo mejor para el viaje de la vida.
Y en esos patios, gota a gota, derrochó Burguillos la sangre más generosa de su juventud. Cumplía un menester duro, ceniciento y desconsiderado: lo hizo fervorosamente. ¡Qué mal destete fue para Burguillos cambiar las ubres nutricias de Comillas por los secos quehaceres rutinarios de la Safa! Aun así, al alma de aquellos muchachos, rica e insondable como un océano, debe gran parte de la lección que daría sentido a su vida. Que sea en medio grato u hostil, burdo o afinado, a quien busca a corazón perdido el de los jóvenes, un amanecer se encuentra que le doblan las manos.