La Navidad, algo más que una fiesta

21-12-06.
Decía una leyenda que, al principio, sólo había un paraíso de agua y luz donde los peces vivían sin sujeción alguna.
De entre las aguas surgió una isla, y hubo una vez un pez que saltó a ella, se convirtió en lagarto y ‑en un larguísimo carnaval‑ se disfrazó de ratón, de águila, de chimpancé…; se enarboló, aprendió a tirar piedras, dijo «yo», y se sintió un dios.

Aquellos lagartos disfrazados, algunos ya dragones, inventaban cosas que siempre acababan mal; hasta que un día apareció en la isla un niño que sólo traía una palabra: amor. Y los lagartos comprobaron que, con ella, sus inventos terminaban bien y ‑¡oh, maravilla!‑, al pronunciarla, perdían el disfraz y volvían a ser los peces de aquel mundo primero.
Esta es la historia que un poeta viejo y sabio contaba a su nieto para explicarle por qué se sumerge a los niños en agua cuando se hacen cristianos; y por qué en el mundo se celebra, cada año, aquel día en el que llegó al mundo un niño que sólo trajo una palabra con la que, al decirla, los hombres regresan al paraíso.
Y aquel poeta siempre terminaba el cuento diciendo: «Todo lo mueve algo que, de no ser el amor, no sería nada».
Este es el cuentecico bonito y fantástico, lleno de símbolos, que un amigo me envía este año para felicitarme las Navidades, y en el cual se advierte que la esencia de estas fiestas parece muy distinta de lo que ahora celebramos.
De todos los animales que vemos, el pez es el único que puede estar toda su vida suspendido; y hasta la procreación la realiza sin sujeción de macho y hembra. Por eso, su figura aparece en muchas culturas como un símbolo de la libertad. Para los egipcios tenía valor sagrado; y Cristo lo utiliza reiteradamente; razón por la que algunos exegetas han interpretado que la denominación griega de pez (ichthys) es el acrónimo de “IESUS CHRISTOS THEOU (H)YIOS SOTER”, que en español quiere decir ‘Jesucristo, Hijo de Dios, el Salvador’. Es un hecho histórico que el pez fue el símbolo con el que se identificaron los primeros cristianos, probablemente al considerarse como peces renacidos por el agua en el bautismo. (¿Nos llega de ahí la metáfora que trata de evidenciar un alto nivel de felicidad humana: «Como pez en el agua»?).
En contraposición a los peces, los reptiles son animales permanentemente apoyados en su vientre sobre la tierra (‘lo tangible, lo primario, lo rudo…’). Una figura mitológica de reptil, el dragón (¿recuerdo de los dinosaurios en los arcanos de nuestra memoria?), se encuentra en el Antiguo Testamento para representar a un enemigo que pretende la destrucción de la creación.
En un paseo por el Génesis ‑ese libro en donde encontramos, de manera metafórica, muchas de las razones científicas del origen de nuestra especie y de su evolución‑, descubrimos cómo Moisés describe el paso de una humanidad inconsciente, y por ello feliz, a otra humanidad inteligente, con conciencia de la muerte y, consecuentemente, de la pérdida de la felicidad primera. Y entre los intérpretes de esa historia, aparece de nuevo un reptil ‑la serpiente‑ para representar el engaño, la tentación, el mal.
¿Es imposible que el hombre recupere aquella felicidad primera, una vez situado en el camino de la inteligencia y del libre albedrío? Para los cristianos no es imposible: Jesús aparece como puente entre la racionalidad elegida y la felicidad primera. Él proclama que quien beba el agua que da, vivirá eternamente. (Esa agua es el amor. El amor es el puente y, con él, la humanidad puede regresar al paraíso primero). Esta dialéctica aparece relatada con una fuerza tremenda por San Juan en el Apocalipsis: un dragón (el mal) ‑una vez más un reptil‑ trata de arrebatar al niño (el amor) que va a nacer de una mujer (la Virgen María), revestida con el sol. Es la lucha entre el amor naciente y el mal; lucha de la que sale victorioso el amor. La Virgen aparece en la iconografía como una mujer con un niño sobre un reptil, la serpiente, para significar que sólo el amor (Jesús) sobre el mal (la serpiente) puede llevar al hombre al paraíso; lugar al que los cristianos acceden sumergiéndose en agua, como los peces.
Hasta aquí todo es mito, inspiración, tanteo, intuición… como la poesía. Pero un día apareció Darwin y se estableció la relación entre la columna vertebral, la vida aérea de los reptiles y el hombre. Otro día vino Jung y dijo que existe un nexo entre las luchas de ángeles y dragones, con las del yo y las fuerzas “regresivas” del inconsciente. Y más tarde aún, el neurólogo Mc Lean argumentó que en el hombre coexisten tres cerebros: el reptiliano, que es la médula espinal y el bulbo raquídeo; el paleo cortex, común a los mamíferos; y el neo cortex, exclusivo de los homínidos: tres cerebros superpuestos. (El profesor Racionero afirma que somos un reptil, dentro de un cordero, dentro de un homínido).
Según Mc Lean, el hecho de que el neo cortex se retroalimente de lo que produce ‑la cultura‑ ha provocado una rapidísima evolución del mismo, que ha impedido que el paso del cerebro reptiliano ‑primitivo‑ a otro intelectual se haya producido según los planteamientos evolutivos de Darwin. Las conexiones entre uno y otro cerebro no han evolucionado adecuadamente y, por ello, en el hombre, ante un mismo problema, suelen aparecer dos respuestas antagónicas: una solución racional y otra instintiva, sin que se conozca ninguna sustancia o mediador químico que armonice dichas respuestas. Ello se traduce, para este investigador, en una esquizofisiología o coordinación defectuosa entre ambos cerebros: el comportamiento emocional y el intelectual; entre el instinto y la razón. Pero es una evidencia histórica que algunas personas (Jesús, San Francisco de Asís, Teresa de Calcuta…) han sido capaces de sustituir ese mediador químico por el amor.
¡Curiosa coincidencia ésta, entre la mitología y determinados descubrimientos científicos sobre el cerebro!
Esta historia de peces y reptiles, entre especulativa y científica, entre mitológica e histórica, puede ser, o no, un camino a la verdad; pero sorprende, en cualquier caso, que un poeta (Muñoz Rojas) sea capaz de llegar al mismo punto con un verso de tan sólo trece palabras: el último párrafo del cuentecico con que comienza este artículo.
Dice el filósofo José Lorite que, para seguir avanzando, el hombre actual necesita conocer y utilizar el inmenso equipaje cultural heredado. ¿Conocemos, realmente, lo que significa la Navidad?

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