26-11-06.
Querido amigo José María:
Me he animado a enviarte este artículo que escribí hace algún tiempo para una publicación local y que difundió también Onda Cero, donde narro las vicisitudes de Marbella y de la panda de maleantes que nos ha saqueado. Me ha motivado a hacerlo el hartazgo de oír infundios y sandeces en la llamada prensa del corazón (más bien de la bragueta), y lo que algunos medios llaman “periodismo de investigación”. Si lo crees oportuno, cuélgalo en la página web de la Asociación. Como creo que hay que dar la cara, te adjunto foto del interfecto.
Y deciros que a pesar de todo, esta ciudad sigue siendo maravillosa, que sus gentes son decentes, y que estáis invitados siempre que queráis visitarnos.
Un abrazo a los safistas.
José Luis Rodríguez.

Nuestro bajel, amplio y airoso, con espacio sobrado para comodidad de sus pasajeros, y bodegas bien repletas para soportar sin privaciones las largas travesías, se movía con soltura por los siete mares, siempre envidiado por los demás y siempre requerido por pasajeros de todos los países, que lo elegían para disfrutar de su comodidad y soleamiento.
La tripulación no estaba formada por vulgares galeotes, como en otros navíos, sino por eficaces profesionales, que se movían con soltura por las cubiertas, buenos conocedores de su tarea, correctos y serviciales con el pasaje, siempre cuidadosos del estado de las jarcias y de la prestancia del velamen. Los oficiales del bajel conocían su trabajo y lo hacían con dedicación y entrega, satisfechos por el trabajo bien hecho.
Pero en una época de crisis, por mor de unos temporales que sacudieron los océanos, apareció un capitán, llamado Tal y Tal, que había gobernado galeones con bandera negra en el Caribe y, haciendo promesas de rico botín, convenció a los marineros para que le entregasen el timón.

Para ganar más y más doblones, hicieron más pequeños los camarotes de pasajeros, convirtieron la sala de mapas en cantina, masificaron las cubiertas de paseo con cientos de hamacas, y habilitaron camastros en los pasillos. El barco iba sobrecargado, perdía velocidad de crucero, y los pasajeros empezaron a protestar. Pero si los marineros decían algo al capitán, éste les respondía con insultos y descalificaciones, tachándolos de «politiquillos fracasados», «vagos que no habéis probado el jamón hasta que yo llegué» y otras lindezas patibularias. A los pasajeros les decía que el barco era un nido de ratas hasta que él tomó el mando, y que las quejas de la tripulación eran cosa de cuatro sociatas.
La tripulación empezó a preocuparse cuando descubrió que el capitán Tal y Tal había estado vendiendo el barco por piezas: la sentina a unos cordobeses, los mástiles a unos de Valladolid, las velas a unos madrileños… Y el capitán y sus amigos se llevaban bolsas y bolsas de doblones a la isla del tesoro, tierra adentro, mientras gritaba a sus fieles «Todos conmigo, hasta la muerte», subido en su imperioso corcel.
Pero un día, el Justicia Real procesó al Capitán por sus ilegalidades, lo recluyó en el penal de la capital del Reino y lo depuso del mando. Gran conmoción en el puente: los bucaneros deciden entregar el timón al lugarteniente, un tipo bigotudo desvaído y fiel, mientras dicen que no pasa nada, que el Capitán Tal y Tal rige los destinos del navío, aunque no esté en el gobernalle. El lugarteniente obtiene cuatro años, y quiere hacer algunos cambios. Pero se las ve y se las desea para evitar que lo pasen por la quilla. Pocos días después, comienzan las deserciones. Y lo que es peor: el viejo Capitán, al ver que los doblones no fluyen como antes, le promueve un motín, con los doblones del teniente Piedras, contando incluso con dos viejos enemigos: Charles the Andalusian y Elisabeth the Blondie. Asaltan el barco y expulsan a media tripulación. Como nuevo timonel, la fiel Marisol, cantante de la Taberna del Puerto… Y con gran escándalo, empiezan a repartirse los mendrugos que encuentran, que si a ellos les parecen escuálidos, bastarían para hacer feliz a cualquier otra tripulación.
