Miedo y sangre

20-08-06.
«Él lo vio… Noche negra, luz de infierno…
Hedor de sangre y pólvora»
.
Gemidos.
M. Machado.

En el de 1936, en Moral, malos días… Intranquilos, tristes, trágicos… Noticias y rumores y miedos. Sueltos como murciélagos en la noche, de puerta en puerta… «Dicen… ¿No has oído que…?».

Dos o tres receptores de radio había en todo el pueblo. Se acudía a escucharlos de noche con sigilo. En el que se apiñaban los “rogelios” no sabía qué emisoras oirían porque salían muy confortados, maquinando revanchas. Al de los “reaccionarios”, en cambio, acudía menos gente. Buena parte de los exaltados y triunfalistas. Impacientes por ver consolidada la victoria; que no las tenían todas consigo…

Pequeño como era, Burguillos llegó a darse cuenta de que los de izquierdas eran los desheredados, que amontonaban abusos sacralizados, hambres añejas. Que ganaban muy poco y por eso les robaban a ellos de noche las uvas. Y llenaban las fardelas de respigar descabezando cebadales en pie. Y además, ahora querían las tierras y los ganados y matar a los amos. Y los amos se habían adelantado matando a algunos para asustar a todos y seguir con sus tierras siendo amos. A los amos les gustaba el orden y la iglesia. Cada quien en su casa y Dios en la de todos… Pero en la de los que no tuvieran casa o fuera un cuchitril ¿no estaba Dios?
La moneda aún estaba en el aire… y no acababa de caer. Valladolid, en horas y sin sangre, tomó partido por los rebeldes. Rápido se izó bien alta una bandera nacional y se entonó la Marcha real. En la plaza se cantó, brazo en alto, el Cara al sol. En Moral se destituyó al alcalde. Hubo discursos, muchos "¡Arriba España!" y vivas a Cristo Rey. Burguillos oyó comentar a unos señores que en varios pueblos estaban zurrando de lo lindo y que luego...
Moral quedó unos días tenso, expectativo… Se rumoreaban palizas y “sacas” en otros pueblos. Se comentaban tantas cosas…
Él lo vio; lo vio desde la burra y bien cerca. Iba con su hermano AIfío, el Amoroso, por la carretera de Rioseco. Tres camionetas desvencijadas, lentas, una tras otra, hasta los topes. Hacinados, encogidos porque las redes de acarrear paja no daban para ir de pie, hombres de campo, magros, renegridos, transportados como bestias. En algunas caras, sangre reseca y el horror de la muerte en todas. Preguntó al señor Juvenal que venía de cara:
—¿Adónde les llevan?
—A matarles, Burguillos, a matarles.
—¿Por qué?
—Para que ellos no nos maten a tu padre y a mí.
Era una tarde hermosa de verano, con mucha luz. Pero sólo Petra la disfrutó ramoneando.
[…]
En esta barbarie, Burguillos se sentía hundido en penas y sentimientos confusos… Murguía quedó en zona roja. ¿Habrían martirizado a alguno de los Padres de su colegio? Cuando oía los golpes sordos y los alaridos de hombres conocidos o de algún amigo de sus padres, se iba a casa a llorar; y pensaba que si ellos hubieran ganado ¿habrían hecho lo mismo con su padre…?
Fue un verano pobre en frutos. Triste y con mucho miedo. En el acarreo nocturno se vieron, a la luz de la luna, hombres huidos que salían de entre las morenas. Se comentaba que en Mayorga, o en Roales, un “purridor”, al clavar la horca en una morena había ensartado a un evadido… Quienes en la noche carreteaban la mies, no necesitaban cantar para combatir el sueño…
En su casa no estaban las cosas mucho mejor. No se hablaba mucho de la guerra. Pero penas y ausencias estaban en el aire a cada hora del día… A las de comer echaban en falta el humor del zanquilargo Manolo, más dado a la ocurrencia que al plato. El padre, a pesar de estar en la orilla de los vencedores, no resudaba euforia. Había perdido humor y su contagioso encanto. ¡Cómo no! Manolo, en el frente de Madrid, el más encarnizado; Julián, esposo y padre, en las trincheras del Ebro. Y al entrañable obrero, pariente y amigo, Timoteo, se lo apiolaron sin más… Timoteo fue el obrero de toda su infancia. Era un buen agricultor y un hombre bien comportado. Un amanecer le asesinaron al borde de un camino. Nunca se supo por qué…
Su padre era la vida. Y por eso transfería dinamismo, seguridad, alegría… No era dado a manifestar sus sentimientos en alharacas. Pero llevaba un corazón grande, alegre y amoroso retozándole en los bolsillos. Siempre le vio superar con valentía y tesón cualquier contratiempo. Pero nunca le recordó tan preocupado…
Cuando a los diez años se fue al colegio, Burguillos se llevó una imagen deífica de su padre. Fuerte, capaz, vitalista, incansable… Hasta casi los noventa años se levantó cada día a abrirle las puertas al sol. Ni su madre ni ninguno de ellos le cambiarían por San José bendito…
Insensiblemente, y como reacción psicológica natural, en el colegio buscó nuevos modelos alternativos a la identificación parental. Pero su padre, que no sabía tantas cosas como los frailes, nunca dejó de ser su dios protector.
Desde chiquitín, a Burguillos le gustó ir a trillar con su padre. Él le enseñó a hacerlo con cabeza:
—Las mulas ligeras, ligeras, —le decía siempre—, se trilla de pie. Jaleando al ganado con alegría… Y cantando, hijo, siempre cantando… El que no canta se azorra y duerme al ganado… Además, al son de los cantares, la mies se desgrana sola.
Ese triste verano, su padre apenas tarareó alguna canción. Hizo Burguillos muchas horas de trillo porque su padre tenía que despachar vino a los cantineros de pueblos cercanos. Pocos trilladores vecinos cantaban. A más de uno aún le dolían los costalares…
Y yo, de pie, oh maravilla,
con las riendas de la trilla.
Burguillos nunca se sentaba. Con los ramales avivaba a la recua. O restallando el látigo en el aire. De su padre, tan cantarín, había aprendido canciones:
¿Adónde vas a dar agua, mozo de bueyes,
que desde mi cama siento los cascabeles…?
¿Adónde vas a dar agua, mozo de mulas,
que desde mi cama siento las herraduras…?
Pero Burguillos, con su oído de cencerro, prefería las del colegio. Las tenía más trilladas. Y cantaba villancicos o el Tamtum ergo. Los que pasaban se reían. Pero él, a lo suyo. Que cuando llegasen a tornar, la mies estuviera hecha tabaco… Los que pasaban se reían. Pero él, a lo suyo. Que cuando llegasen a tornar, la mies estuviera hecha tabaco…
Ya las gentes del pueblo no eran como antes. Los de las eras ya no se intercambiaban pullas. Ese año se recogió el grano sin alborozo ni regodeo. El acarreo a las paneras siempre se hacía en los sólidos carros del país. Eran carros de lanza, dispuestos para enganchar dos caballerías mayores. Las ruedas grandes, altas como un hombre. Con gruesas llantas de hierro. Este trasiego del cereal era motivo de júbilo. Se engalanaban las mulas. Y entre viaje y viaje, se picaba en sólido. Y se estrujaba la bota sin piedad. Sólo así se podían costalear sacos y costales de noventa, cien kilos. Y de vacío, se tornaba a las eras arrancando centellas y chiribitas a las piedras…
Burguillos recordaba el día de la senara en su casa. Su padre sacaba brillo a los arreos. Preparaba los collares de esquilas y llevaba a casa una cántara del vino mejor. La madre tenía a punto una bacalada, cecina y queso curado. Y así se hacía, más o menos en todas las casas. Siempre había ayudas, amigos y vecinos que acudían a participar del gozo familiar. Que nunca en la casa del labrador, labriego o labrantín se amontonaron los goces. Por ello, había que congratularse, porque tras nueve meses, día por día mirando al cielo, bien merecía celebrarse. ¡Ahí es nada, el trigo en la panera! Ya se dormía mejor. Era una acción de gracias. Conmemoraba el proceso, el milagro anual que convierte el grano de trigo podrido en el pan nuestro de cada día.
Ese año inolvidable, si desgalichado fue el día de la senara, desmañada fue la vendimia. La vendimia era el último festejo del año agrícola. El aire y el sol dulce del otoño maduraban los frutos y clareaban el rostro estival de las mozas. Membrillos, manzanas… embalsamaban las viñas. Y en esa luz, entre risas y sarmientos verde esmeralda, días y días cortando racimos como de ámbar o de color berenjena. Una liebre asustada, un mocete que se enreda, cae y esparce su carga, desataban risas y jijeos frescos, enardecidos. Dos horas inolvidables. La comida se agilizaba para pronto, sin dilación, comenzar la zambra. Pantomimas, tiznajos, desmadres sin desvergüenzas… Y jotas de la tierra con su sal y pimienta:
Ahí la tienes, bailalá, bailalá…
No la rompas el mandil.
Mira que no tiene otro la pobrecita infeliz.
Arrincónamela, échamela al rincón…
Si es casada la quiero. Si es soltera mejor.
Otro momento esperado, cuando en la media tarde, gloriosa de sol otoñal, aparecían los mozos de otras vendimias menos concurridas. Las mozas, inquietas se apiñaban… Carreras, revolcones y hasta lágrimas. ¡Los lagarejos!
Pero en esa vendimia, apenas la chiquillería inició algún griterío. Su padre, que llevaba la alegría en la sangre, siempre era el pistón de todo jolgorio. Se preciaba de que fuera la suya la vendimia más bulliciosa de todo el contorno. Pero ese año estuvo serio, afable. No hubo lagarejos… No había mozos. Danzas, humoradas ni remedos hubo. Con viudas y huérfanos frescos ¿quién bailaba?
Fue una cosecha de uva bien sazonada. Comentaba su padre el buen vino que saldría.
—A sangre va a saber, señor Manolo, —le dijo una pobre mujer enlutada.
Aquel año ya no se volvió de las vendimias en los carros vacíos, tronando y cantando:
A la entrada del pueblo qué cantaremos;
que preparen la cena que ya venemos…
Ya no se acudió a los lagares a probar el mosto del goteo, el más dulce.

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