Umar, la emigración sangrante del Sur

25-05-06.
¿Habéis estado alguna vez en Tánger? Cuando entréis en la ciudad por su puerto, salid por la puerta de tránsito de camiones. El espectáculo, si así podemos llamarlo, merece la pena y os ayudará a comprender en instantes el drama marroquí porque aquí, sobre el pretil, que corona la pasarela de acceso a la vieja Qasba, languidecen siempre un puñado de adolescentes marroquíes acechando el paso de los camiones que entran al puerto para embarcar hacia Algeciras.

Son los potenciales polizones que sueñan con el “paraíso europeo”, los menos llegan a 17 años y los hay prácticamente niños. Son los hijos de la desesperación, huérfanos de padre la mayoría, impulsados por su propia madre a cruzar el Estrecho camuflados en camiones, siempre más barato y más seguro que la patera carísima, peligrosa y controlada por las mafias.
A veces, la impaciencia les hace saltar el muro que guarda el puerto, como los maletillas de nuestras viejas plazas de toros, con la muleta de la ilusión bajo el hombro. Silbidos, aullidos de perros señalan el “asalto” que los guardias de seguridad desde lo alto del muro alertan a la policía. Se desata un movimiento inusitado, desenfrenado por localizar al potencial polizón antes que alcance alguno de los cientos de camiones que esperan embarcar para España.
Sobreviven como pueden. Venidos del Marruecos rural, a veces de las montañas más inhóspitas, donde aún no ha llegado el registro civil, la calle es su casa y la mendicidad su medio de vida. Aquí no hay asociaciones, “oeneges”, que los acojan y los orienten. Sólo la implacable “churta”, la policía marroquí, que no se anda con contemplaciones, pero que es incapaz, a pesar de su dureza, de terminar con esta indomable rebeldía de la llamada del confort que “el gran ojo del diablo” ha introducido en Marruecos, con miles antenas parabólicas que, como hongos, proliferan por todas sus terrazas.
Tienen un olfato especial para identificar al turista español, al que se dirigen chapurreando las pocas palabras aprendidas en la calle y al que piden ayuda, creyendo ingenuamente que llevan la solución de su problema en el bolsillo. La voz de “amigo” suena a auxilio, agarrotando el alma de impotencia al verlos sucios, descalzos y con una mano tendida, suplicante la mirada, rotos sus cuerpos y su ilusión por la larga espera sin esperanza.
Desde la desvencijada terraza —sin protección—, que les sirve de improvisado campo de fútbol, donde matan las horas jugando descalzos con un desvencijado balón, divisan España. Tarifa aparece a tiro de piedra. ¡Dios mío: sólo 14 km y dos mundos tan distintos y tan diferentes! Sueñan tan sólo con las migajas del rico Epulón para ayudar a su madre y a sus hermanos, que se debaten en la pobreza y en la indigencia. Lo llevan grabado a fuego en el fondo de su alma y su rebeldía no podrán apagarla ni la policía, ni las vallas, ni “operaciones estrecho”. Es cuestión de paciencia y de tiempo, y alguna vez alcanzarán el ansiado camión que los lleve a “eldorado”, que agranda su imaginación y espolea su hambre.

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