Nieves Blanco y los Siete Magníficos, 7

21-04-2006.
“GRUÑÓN”, LA VOZ QUE CLAMA EN LA TABERNA
Blas todavía se pregunta quién fue el gracioso que propuso admitir a Guillermo en la tuna. Y eso que había un par de argumentos irrefutables: además de tener un oído privilegiado para todo lo relacionado con el pentagrama, sus dedos eran pura magia cuando entraban en contacto con las cuerdas de una guitarra.

 

Aún así, nuestro protagonista tenía una tercera cualidad más incuestionable: quien lo bautizó como “Gruñón” tuvo un acierto absoluto. Guillermo no es que fuese protestón, Guillermo era la protesta personificada. Ya desde primero de Bachillerato, cuando salió elegido delegado de curso, el claustro de profesores en pleno comenzó a verle las orejas al lobo.

‑Y si sus compañeros le hubiesen puesto el “Lince”, tampoco se habrían equivocado ‑reconoció uno de sus profesores.

‑Por si faltaba poco, este niño, en vez de nacer con labio leporino, nació con lengua viperina ‑concluyó el Director.
Y todos llevaban razón: Guillermo tenía la lengua tan aguzada como los sentidos. Su profesor de Matemáticas destacaba la penetración de su vista, capaz de leer el examen de un compañero a metro y medio de distancia con el consiguiente cabreo cuando, viendo dos exámenes absolutamente idénticos, se veía privado de cualquier tipo de pruebas en orden a la correspondiente calificación.
El de Historia, por su parte, destacaba su tacto para leer ‑y elaborar‑ una chuleta escrita con un simple punzón sobre un folio impolutamente blanco en apariencia.
Comprobada, pues, con harto dolor de corazón de sus profesores, la sutileza de sus sentidos, al equipo directivo del centro correspondía experimentar en su propia cabeza la cualidad de viperina aplicada a su lengua.
Testigos presenciales afirman que en una ocasión, cuando era representante de alumnos en el Consejo Escolar del centro, hubo múltiples protestas provocadas por la necesidad de realizar obras en el instituto; el director, junto con el presidente de la Asociación de Padres y Guillermo ‑en representación de los alumnos‑, tuvieron una reunión con las autoridades educativas.
En vista de que el problema permanecía atascado a pesar del largo debate, Guillermo, ni corto ni perezoso, se dirigió al alto responsable político y, muy correctamente, concluyó su intervención después de elogiar el esfuerzo que aquel señor aseguraba haber realizado:
‑Considerando su insuperable dedicación en orden a solucionar el problema con resultados absolutamente negativos… ¿No sería más barato para la administración echarle a usted a su casa y pagarle el sueldo a cambio de que no estorbara en su despacho?
Y se quedó tan tranquilo.
Comprenderán ustedes, visto lo visto, que cuando Guillermo superó las pruebas de acceso a la Universidad, el claustro de profesores celebrase una comida para festejar la ocasión.
‑A enemigo que huye, puente de plata ‑dijo el director a uno de los profesores que se había quedado con las ganas de endilgarle algún que otro cate.
Y como, una vez incorporado a la vida universitaria, la Agrupación Musical La Tuna del Treinta de Febrero andaba escasa de elementos, he aquí que, en una de las múltiples visitas a las canteras de materia prima ‑léase tabernas, tascas, tugurios, chiringuitos, cantinas, bares y demás bodegas en que se sazonaba y maduraba lo más granado de la universidad‑, dieron con un jovencito que gruñía y arengaba a un irrespetable público por un quítame allá esta ración que más parecía tapita irrisoria.
‑Mira el “Gruñón” ese ‑dijo Félix a sus compinches‑. Buena voz: ahí tenemos material de primera.
Si a esto le unimos su solvencia musical, de ahí a su incorporación como miembro de pleno derecho a la Agrupación sólo hubo una borrachera y un par de charlas sobre técnicas de copieteo, en aras a dedicar el mínimo tiempo posible a las vulgares tareas universitarias:
‑Con el fin de no descuidar nuestra formación en orden a integrarnos plenamente en la ciudadanía tabernaria ‑justificó Domingo.
Y como Guillermo, aunque en lo trabajador se podía comparar con un cánido, en temas de electrónica era un lince, pudo y supo sacar provecho de ello. Sus primeros conocimientos adquiridos en la Universidad fueron suficientes para dar con el invento del siglo: el “calla‑copia”.
Un par de transistores, un condensador y unos auriculares bien montados, amén de un par de elementos más, eran suficientes para, con la ayuda de un contertulio no muy torpe, sacar adelante un curso sin mayores apuros:
‑Tú te haces con dos ejemplares del examen, tiras uno por la ventana y el resto es tarea del equipo de redacción ‑explicaba a un beneficiario del invento, previo pago de los costes laborales que el negocio implicaba.
Con los beneficios obtenidos de la explotación del artilugio en régimen de cooperativa, y gracias a la buena organización económica y administrativa de la que Nieves Blanco hizo gala, la Agrupación Musical marchaba viento en popa.
‑Esto se lo debo a la experiencia adquirida a base de sobrevivir a todas las trampas y controles establecidos por mi insigne y roñosa madrastra ‑explicó Nieves, justificando su capacidad administradora.
‑Un poco más y seremos autosuficientes económicamente ‑ aventuró Blas una tarde.
‑Os anuncio que mi primer invento, cuando sea un profesional de la electrónica, será un teléfono inalámbrico para que podáis pedir dinero a vuestros padres desde la mismísima playa ‑prometió Guillermo una tarde mientras celebraban en “Pluma y tintero” el gran éxito alcanzado por la nueva joya de la “radiodifusión”.
En esas estaban aquel día cuando entró en la cafetería un matrimonio formado por un señor, maduro y discreto, acompañado de su señora, bastante menos madura y discreta que él.
Los acontecimientos se desarrollaron con tal precipitación que, antes de que la joven pudiese reaccionar, su madrastra había libado no menos de ocho o diez copas, las cuales, para mayor desastre, procedían de distintos barriles. Dicho esto, comprenderán ustedes que doña Gertrudis alcanzase rápidamente el nivel etílico de “cantos regionales”, cayendo, inmediatamente después, en la etapa de “exaltación de la amistad”.
Nada pudo hacer Guillermo para evitar el desastre. Conocedor por experiencia familiar de los síntomas propios del alcoholismo, de nada valieron sus protestas intentando detener aquel desastre.
‑Tú, por tal de gruñir, protestas por todo ‑lo cortó Diego entre bostezos.
La “exaltación de la amistad” vino acompañada, lógicamente, de las consiguientes cucamonas de la madrastra de Nieves a varios miembros de la Agrupación, sobre todo, a Félix, y a Tomás; que una cosa es la pérdida de la consciencia y otra la del buen gusto.
Bailaban las manos de doña Gertrudis sobre la blanca cabellera de Tomás cuando Guillermo, constituido en puro observador científico, hubo de acudir, junto con Manuel, en ayuda de don Gumersindo. Éste, al levantarse para atender a su esposa, vino a tropezar con una silla, saludando su cabeza sonoramente al barril más próximo.
La madrastra de Nieves volvió sus ojos, vidriados por los vapores, hacia el lugar de donde procedía el golpe y, en esa pose, quedó paralizada por la impotencia. Afortunadamente para todos, Domingo reaccionó con la maestría de un veterano:
‑Blas, una Coca‑Cola para la señora y una bolsa de hielo para el caballero, ¡rápido! ¡Y una ambulancia!
‑Es la cuarta borrachera de esta semana ‑susurró don Gumersindo al oído de su hija camino del hospital. Después del ataque de “delirium tremens” que afectó a doña Gertrudis aquella misma tarde, nadie ha conseguido que salga una sola palabra de su boca.
 

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