Nieves Blanco y los Siete Magníficos, 5

07-04-06.
Manuel se quedó mudo
A estas alturas de la historia, parece difícil que alguien se quede de piedra y, sin embargo, sí que sucedió tal cosa. Manuel ‑“Mudo” para los amigos‑ se quedó, hablando mal y pronto, como el que se tragó el cazo. Y eso que fue él, con sus cabriolas, uno de los causantes iniciales de aquel desaguisado.
Poco dado a la palabra y bastante serio, al menos en apariencia, algunos amigos todavía se preguntan cómo es posible que Manuel diera con sus huesos en la tuna.

‑Si hubiese sido en el grupo de teatro de la Universidad, vale ‑concedían algunos‑. Pero en la tuna…
Pues así son las cosas de la vida. Manuel tenía madera de payaso, eso no se lo podía negar ni su peor enemigo, si es que lo tenía. Incluso en las primeras semanas de estancia en la Universidad, lo invitaron, del “Carro de Tespis”, a formar parte del grupo teatral, y estuvo a punto de firmar por ellos. Su apariencia de tipo serio, formal y circunspecto, poco dado a darle a la sinhueso si no era absolutamente necesario, junto a su dominio de la mímica, hicieron pensar a los señores teatreros que allí había madera de actor de carácter.
Y no estaban faltos de razón: Manuel había formado parte del grupo teatral de su instituto, ganó un concurso de mimo en el I Certamen Comarcal de Artes Escénicas de su pueblo y, lo que aún es más difícil, era capaz de soplar una fórmula matemática en un examen a base de gestos casi imperceptibles para el profesor de turno.
Pero, cosas del destino, el primer papel que le adjudicaron fue el de Clarín en La vida es sueño. Manuel, se encerró en su cuarto. Mil veces repitió sus primeros versos que dicen:
“Di dos y no me dejes
en la posada a mí cuando te quejes;
que si dos hemos sido
los que de nuestra patria hemos salido…”
Y mil veces se miró en un espejo pensando que allí, en lugar de su propia imagen, cientos de pares de ojos se carcajeaban de aquel cursilón venido del pueblo. Todo porque Blas ‑“Bufón” para los amigos‑ se lanzó sin paracaídas nada más comenzar a oír a su compañero de habitación en los primeros y privadísimos ensayos:
‑Chaval, oírte hablar así y creerse uno que saliste del Siglo de Oro es todo uno. ¿Quién te enseñó a imitar a tipos tan modernos?
‑¿No te verías mejor diciendo “de nuestra aldea hemos salido”? ‑Félix que, posiblemente, no había visitado más taquilla en su vida que la de un estadio de fútbol, completó con estas palabras el comentario crítico teatral.
Y no es que Manuel fuese un tipo vergonzoso que, desde que era un crío, era conocido en el pueblo por la Policía Municipal en pleno gracias a sus habilidades para reventar, a base de petardos, los rosarios de la aurora que tenían la osadía de pasar por su casa antes de la hora del colegio.
‑Un ateo como tú, es lo menos que puede esperar de sus enseñanzas ‑espetaba mamá a su padre cada vez que el niño concentraba, con sus gracias, las iras de todo el beaterío local.
Pero puesto en la tesitura de convertirse en un actor dramático, con el consiguiente peligro de que tal carácter contagiase su vida académica, Manuel, el “Mudo”, decidió que era demasiado aquello de vivir, seriamente, cinco dramáticos años desterrado en la capital para luego tener que reintegrarse de nuevo en la vida local de Villabermeja en su condición de ingeniero técnico agrícola.
‑Jornalero refinado ‑según definió Guillermo, “Gruñón para los amigos.
Estaba Manuel una de aquellas primeras tardes de curso en “Pluma y tintero” cuando entró “Doc” y, apoyándose en uno de los barriles, dudó de la calidad del contenido que allí se conservaba. Manuel vio la oportunidad de demostrar sus incipientes conocimientos teóricos sobre enología, conocimientos que, por cierto, ratificaban su profundo conocimiento que, sobre tal materia, había adquirido en las tabernas del pueblo.
De esa manera, pensó, se ganaría la amistad y respeto del dueño de “Pluma y tintero”; cosa que a esas alturas del curso, y visto el esquelético aspecto de su cartera, era tan fundamental como la amistad de la patrona del comedor universitario.
El “Mudo”, que ya conocía de vista al intruso y sabía de su vocación médica, se aproximó ceremoniosamente al barril sobre el que se apoyaba “Doc”, lo destapó, se acercó el corcho a la nariz, y miró con aires de superioridad a Domingo.
‑Espero que tus diagnósticos médicos sean más acertados, chaval. Esto es pura solera jerezana de categoría ‑afirmó categóricamente ante la mirada aprobatoria del dueño del bar.
Lógicamente, el dueño del bar, ante la certeza de que se encontraba ante un experto en las artes etílicas, dio a probar a los siete magníficos el elixir de algunos de los barriles. Y en agradecimiento por las enseñanzas prácticas recibidas en el arte de catar y recatar los buenos caldos, “Doc” se consideró en la obligación moral de corresponder en la docencia de la vida a Manuel.
‑Volver a la madre tierra sin haber probado las delicias de la contaminación y el vicio urbano no debe de ser bueno para tu salud mental ‑sentenció “Doc” con motivo de un debate sobre la conveniencia de ampliar estudios en las distintas tascas que rodeaban el aulario de la Universidad.
‑Considera que si no tienes elementos de comparación entre la sana y vivificante vida rural y el mundo contaminado y cruel de la ciudad, difícil tendrás lo de valorar las excelencias pueblerinas de tu lugar ‑apoyó “Dormilón”, entre bostezos, haciendo un esfuerzo sobrehumano.
Y Manuel decidió aceptar los consejos de sus nuevos amigos aportando a las ansias etílicas de los Siete Magníficos sus conocimientos teóricos y prácticos sobre la materia. Consolidado en su cargo de guía bebestril de la tuna, y previa demostración de sus cualidades simiescas adquiridas gateando por mil chaparros y saltando por quinientas rocas, fue admitido en la tuna como “pandereta”.
Por otra parte, como quiera que Nieves Blanco estaba acostumbrada, más por su condición de espectadora que por la de protagonista, a adivinar los niveles etílicos de un individuo ‑en su caso de una individua‑, por la sola valoración visual del interesado, ambos, Manuel y Nieves, acabaron por convertirse en consejeros dionisíacos de los Siete Magníficos quienes, guiados por la ciencia de uno y la experiencia visual de la otra, llegaron a dominar el arte de beber, logrando el nivel máximo admitido por el organismo pero sin caer en el inconveniente que supone la pérdida de los materiales adquiridos de forma violenta e involuntaria, con el consiguiente malestar de estómago y mal sabor de boca que queda después.
Por otro lado, el dueño de “Pluma y tintero” vio una mina en aquellos jóvenes que dedicaban tardes enteras, instrumentos musicales en ristre, a animar el cotarro. Así que, de vez en cuando, dejaba caer por su mesa una botellita de la materia prima necesaria para animar sus joviales y báquicos espíritus.
Y fue una de aquellas tardes casi invernales cuando, mientras celebraban una docta reunión sobre la materia en que Manuel era un experto, Blas ‑“Bufón” para los amigos‑ observó cómo caía sobre sus rostros la atenta mirada de doña Gertrudis quien, por otro lado, no dejaba de lanzar furtivos rayos visuales sobre aquellos barriles que prometían placeres únicos con sus olorosos efluvios.
Se disponía ya a probar la posibilidad de atender a aquella dispar pareja en orden a los posibles beneficios derivados ‑una invitación o similar‑, cuando hizo su aparición Nieves Blanco.
Soltó ésta los libros de un golpe sobre la mesa ocupada por los chavales y zampó un par de besos a Félix. Como si aquel beso hubiese sido un detonante conectado al hígado de doña Gertrudis, la señora comenzó a sentir una cierta sensación de colérico y envidioso ahogo, se levantó de su asiento, se dirigió hacia el grupo formado por Nieves Blanco y los Siete Magníficos, y saludó afectuosamente a la hija de su alma:
‑Hijita linda. Qué alegría verte…
Como Manuel viese que aquello tomaba derroteros peligrosos, en vista de los rayos asesinos que emanaban de los ojos de don Gumersindo Blanco y que se proyectaban sobre la Agrupación Musical La Tuna del Treinta de Febrero en pleno, y adivinando en la mirada de doña Gertrudis un no sé qué de respeto hacia los venerables toneles que les separaban, se lanzó sobre uno de ellos, tomó la venencia, la escanció en una copa y la ofreció a doña Gertrudis. Ésta, sin dejar de observar la gentil y atractiva figura de Félix, se la zampó de un trago. Y como si de un baile por sevillanas se tratase, pasó a la segunda, la tercera… Sus manos danzaron sobre la blanca cabellera de Tomás, y Manuel hubo de salir en ayuda de don Gumersindo que, al levantarse vino a tropezar con una silla mientras su cabeza saludaba sonoramente al barril más próximo.
Después del ataque de “delirium tremens” que afectó a doña Gertrudis aquella misma tarde, nadie ha conseguido que salga una sola palabra de su boca.

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