07-06-2006.
El Quijote es, se nos dice, la historia de un loco; o si se quiere precisar algo más, es la historia de un modesto hidalgo manchego, Alonso Quijano que, según el narrador, se vuelve loco a fuerza de leer literatura caballeresca.
Pero el Quijote es también la historia de su propia historia. En ella, el “desatino” que se nos muestra no es solamente el de su protagonista sino también el de su historia epónima. Digo esto porque tanto el uno —el protagonista— como la otra —su historia— parecen estar movidos por la pretensión utópica de querer conciliar vida y literatura, realidad y ficción. Pretensión que, además, funciona de manera opuesta. Porque si a don Quijote le impulsa el afán de ser tan “real” como sus héroes caballerescos, (es decir, “ser ficción” para así superar la esmirriada y aburrida realidad en la que vive), en cambio, la “locura” de su historia (es decir, la de “la ficción”) consiste justamente en afirmar la existencia “real” de su protagonista y la “verdad” de las aventuras que en ella y de él se cuentan:
«Pero esto [lo de saber cuál era el sobrenombre de Alonso Quijano] importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad».
Con estas palabras cierra el narrador la conocida descripción de su protagonista, y con ellas debuta la narración de sus hechos.
Es cierto también que, en el Quijote, no se puede hablar de la locura del protagonista si no se tiene en cuenta su íntima relación con el argumento y la estructura misma de la narración, puesto que aquél se desata, como es sabido, cuando el hidalgo manchego tiene ya la razón suficientemente embargada por la sinrazón ; y termina cuando recupera el juicio.
Sin locura, pues, no hay historia; porque si la locura del protagonista no hubiera constituido el meollo de la obra, ésta no hubiera tomado seguramente el nombre de su protagonista. Pero dejémonos de tautologías y vamos al grano.
¿Qué se entiende aquí por “locura”?
Dejo voluntariamente de lado la alusión a textos tan importantes como el erasmista Elogio de la locura (1509) o el Examen de ingenios (1575) del doctor Huarte de san Juan, a los que la crítica cervantina suele situar en la fuente y origen del tema de la locura; y siendo esto así, porque prefiero encauzarme en una reflexión personal, yo diría que la locura de don Quijote se manifiesta en él como si estuviera sumergido en una mezcla de realidad y ficción tan densa que al pobre hidalgo le resulta imposible separarlas para poderlas disociar. Su fundamental problema reside en que, al vivir contemporáneamente en dos tiempos distintos, es incapaz de aprehender el de la realidad presente ante la presencia invasora de un pasado. Un pasado que pertenece, evidentemente a un tiempo pretérito (la Edad Dorada) y que él vive en su presente a través de su representación-ficción idealizada. (En consecuencia, lo que se valora en el Quijote es la capacidad que tiene la ficción para penetrar e incidir en el ámbito de la realidad).
Teniendo en cuenta lo dicho, y en perspectiva schopenhaueriana, podríamos calificar esta locura de don Quijote como la voluntad tenaz de que su mundo (realidad) sea representación (ficción). Don Quijote parte, pues, de un idealismo que, al actuar de manera consecuente, se convierte en una ética ya que se trata de un esfuerzo denodado por “querer ser”; o, como diría Unamuno, por conseguir cargar de sentido la propia existencia.
Ahora bien, al mostrarnos a través de las más variadas representaciones-aventuras la notoria insensatez de su protagonista, la obra nos revela dos cosas:
En primer lugar su propia insensatez, que consiste en “querer ser ejemplar”. Voluntad de ejemplaridad que —nos dicen los especialistas— es uno de los pilares de toda la narrativa cervantina. Y ejemplaridad interpretada en la doble perspectiva horaciana del deleitar aprovechando —que diría Fray Luis—, y que el desatino de don Quijote potencia cumplidamente tanto mediante el delectare que producen sus “locas” aventuras como por las “enseñanzas” que de ellas se pueden deducir.
En segundo término, que el papel de la locura se extiende también a la otra virtud cardinal del arte de novelar según Cervantes, a saber, el principio de verosimilitud, que consiste en conseguir ese difícil equilibrio entre lo imposible y su contrario. Y es que es, sin duda, esa locura del protagonista de la que nos habla el narrador desde el principio la que hace posible ese acoplamiento entre la realidad y la ficción deseado por Cervantes.
Es más: la locura se va convirtiendo —especialmente desde la primera salida con Sancho Panza— en el verdadero factor estructurante de su historia. Determina, por ejemplo, el esquema circular de las aventuras en tres tiempos : a) un diálogo contradictorio entre amo y escudero acerca del estatuto de lo que ven; b) realización de la aventura y c) un diálogo contradictorio sobre las causas del desenlace de la misma.
Recodemos al respecto la famosa aventura de los molinos de viento en el capítulo VIII y comprobemos la validez del esquema.
a) Diálogo contradictorio: A no es A sino B.
“En esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo; y así como don Quijote los vio, dijo a su escudero:
—La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear, porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta, o poco más, desaforados gigantes […].
—¿Qué gigantes? —dijo Sancho Panza.
—Aquellos que allí ves —respondió su amo— de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.
—Mire vuestra merced —respondió Sancho— que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, […].
—Bien parece —respondió don Quijote— que no estás cursado en esto de las aventuras: ellos son gigantes […]”.
b) Realización de la aventura en función de B.
“[…] Y en diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea […] arremetió a todo el galope de Rocinante y embistió con el primero molino que estaba delante; y dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia, que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo. Acudió Sancho Panza, a todo correr de su asno, […]”.
c) Diálogo contradictorio: B ya no es B sino A.
“—¡Válame Dios! —dijo Sancho—. ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros tantos en la cabeza?
—Calla, amigo Sancho, —respondió don Quijote—, que las cosas de la guerra, más que otras, están sujetas a continua mudanza; cuanto más, que yo pienso, y así es verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos por quitarme la gloria de su vencimiento […]”.
Este esquema pone de relieve el proceso de la locura de don Quijote, quien (1) colocado frente a la realidad objetiva (recuérdese que el capítulo comienza diciendo que “descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento” y que “ así como don Quijote los vio”) la transforma instantáneamente en aquella que le dictan las leyes de la ficción caballeresca, según se desprende de su diálogo con Sancho: los molinos de viento no son sino gigantes. Inmediatamente tiene lugar el descomunal choque (2) cuyo brutal desenlace va a suponer el tránsito inevitable de la imitación caballeresca a la cruda realidad objetiva; una realidad que don Quijote, en nuevo diálogo contradictorio con Sancho (3) interpreta como un engaño que él achaca a fuerzas sobrenaturales (a la “caterva de encantadores” envidiosos que le persiguen) y en este caso concreto, al sabio Frestón que en el último momento “ha vuelto estos gigantes en molinos”. Se trata, pues, de la historia de un loco que vive en el engaño porque se cree engañado. Y en esta fundamental tropelía va discurriendo la Primera Parte de la historia del “ingenioso loco”.
En la Segunda Parte, sin embargo, las cosas cambian. Al “engaño” sigue el desengaño y al trastorno de la imaginación, la melancolía. Poco a poco se irá disipando la locura existencial de don Quijote, para convertirse en un exceso de bilis negra (según el aludido libro de Huarte de san Juan); ya don Quijote no se verá arrastrado por el impulso vital que le animaba en la Primera Parte, sino que paulatinamente se irá dejando llevar por los acontecimientos: los lectores de su historia han decidido introducirse en la ficción de la realidad que él había creado con objeto de burlarse de él y de su empresa caballeresca.
Pero esos usurpadores no conseguirán crear más que una realidad fingida y carente de toda consistencia ética. Don Quijote, con agnitud y lucidez, jugará el juego de la tropelía cada vez con mayor desgana hasta que, hastiado de tanta farsa despreciable y sin sentido, vuelve a aquella realidad que sólo había abandonado de puntillas para substituirla por la esplendorosa ficción que le ofrecía la caballería andante. Tuvo que aceptar que lo llamaran loco; pero era un coste muy barato ante la magnitud de la empresa que se le ofrecía. Ahora, al final de la historia, don Quijote recobra la cordura para —como dice Sancho— cometer la locura de dejarse morir:
“— ¡Ay ! —respondió Sancho llorando—: no se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía […]”.
Y don Quijote comete serena y sencillamente su última locura: la de abandonar, de puntillas de nuevo y definitivamente, la realidad de su ficción para acceder a esa eternidad que concede el entrar definitivamente en la historia a través de la memoria de sus lectores.
24-10-03.
El autor es catedrático de Literatura en la Universidad de Lausanne (Suiza).
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