Cuando, por parte de José María y Mari Carmen, fui invitada a pronunciar unas palabras en este acto, tengo que confesar que sentí verdadero pánico; no estoy acostumbrada a hablar en público, excepto en mi aula, que es donde únicamente me siento segura. Pero de pronto algo surgió de muy dentro de mí, algo que lleva más de treinta años sin haber sido expresado, posiblemente por no haber encontrado el momento y el lugar adecuado, nunca por olvido. Ese algo me ofrece un motivo para estar aquí hoy dirigiéndome a todos vosotros y vosotras.
Mi vinculación con Safa terminó el día en que recogí mi título allá por el año 1972. Mi despedida de la Institución se puede condensar en expresiones coloquiales tales como “adiós muy buenas”, “si te vi no me acuerdo” y otras del mismo estilo. Tuve suerte y empecé a trabajar como interina ese mismo año. Pronto aprobé las oposiciones y desde entonces he recorrido un montón de ciudades, pueblos y aldeas, hasta hoy, desempeñando el oficio que desde muy pequeña era mi sueño y mi juego preferido: ser maestra. Ese oficio precisaba unos estudios que, con el mediocre sueldo de un guardia civil —mi padre—, no hubiera podido probablemente realizar, si hubiera tenido que desplazarme fuera de Úbeda.