‑Anormal, anormal… no se puede decir que lo sea, pero este niño tiene un claro desequilibrio psicológico ‑era el diagnóstico que la psicóloga de la guardería hacía de mi hijo Diego después de que éste, en un descuido de su maestra, se hubiera colado en la secretaría y hubiese “ordenado” fichas, documentos, decorado…
Por un momento, y como en un golpe de flash, todo a mi alrededor se volvió blanco y estático.
‑¡Dios mío! ¿De qué parte de la familia de mi mujer habrá heredado este niño ese desequilibrio? ‑me preguntaba yo mientras conducía a todo gas mi velocísimo 850, ya de vuelta a casa con Diego‑. Tengo que consultar cuanto antes mis libros de Psicología.
‑¿Quién me habrá mandado a mí cambiar los estudios de Pedagogía por los de Agricultura? Está claro, seguro que soy un mal educador. No sé… ‑eran las preguntas y respuestas que, como un autómata, me hacía sin reflexión alguna.
El desasosiego me impedía concentrarme en mis experimentos, así que decidí abandonarlos temporalmente para dedicarme a releer todo lo que había en mi librería, más algunas obras nuevas que compré, referente a Psicología, Pedagogía, Paidología…: Decroly, Neill, Le Gall…
¡Ah, la obra de Le Gall!: Caracteriología de la infancia y la adolescencia. Un volumen de más de quinientas páginas que devoré en poco más de dos días. Con él pude caracterizar a Diego: emotivo, no activo, primario y ancho.
‑Está claro ‑anoté en mi cuaderno de apuntes‑. Este muchacho es un nervioso puro.
‑Lo tengo crudo ‑pensaba yo‑. Según Le Gall, éste es el carácter más difícil de educar, y lo que es peor, es el que requiere profesores más cualificados.
‑Tan complicado es educar a un nervioso ‑afirmaba el pedagogo‑, que se puede comprobar cómo las cárceles y los reformatorios están llenos de personas con ese carácter.
Phytophthora y Meloidogyne, los patógenos que durante tanto tiempo llevaba estudiando, pudieron quedar tranquilos algún tiempo sin que yo los molestara, y me dediqué, por entero, a poner en marcha el plan que Le Gall proponía para educar a este tipo de niños.
‑Los nerviosos aman la aventura, lo cambiante… ‑era lo que afirmaba Le Gall‑. Y para educar su temperamento hay que descubrirles la excelencia de lo cotidiano, la rutina… mediante la reiteración de actos.
Diego y yo salíamos todas las tardes a pasear, recorríamos el mismo itinerario, nos parábamos siempre en los mismos sitios, comprábamos chucherías en el mismo quiosco y yo le contaba, todos los días, el cuento de Las hormigas y la cigarra.
Siempre igual: todos los días realizábamos lo mismo.
‑Hay que ser inflexibles para que este niño descubra las excelencias de la rutina ‑me repetía yo constantemente.
Y día tras día yo narraba, parsimoniosamente, el mismo cuento:
‑Las hormigas eran trabajadoras, responsables… Las cigarras eran holgazanas, insolidarias… Y por eso, cuando llegaba el invierno, las hormigas se refugiaban en su casa, calentitas, y disfrutaban de comida abundante mientras jugaban al billar, al ping‑pong, al ajedrez… En la puerta de la casa, la cigarra, que no había guardado alimentos para el invierno, se moría de frío y rogaba una y otra vez que la dejaran entrar; pero éstas, inflexibles, le respondían: “Mientras nosotras trabajábamos todo el verano, tú sólo te dedicabas a cantar. Ahora no es justo que compartamos los alimentos de nuestra despensa”. Y al final, la cigarra terminaba muriendo de frío y hambre.
Así, un día y otro durante no sé cuánto tiempo. La directora de la guardería no me había vuelto a llamar y eso me confortaba.
‑El plan de trabajo debe estar haciendo efecto ‑pensaba yo.
Una tarde quise comprobar cómo estaría asimilando Diego aquella “terapia” y le propuse un plan: «Diego, hoy me vas a contar tú a mí el cuento». De esa manera –pensé–, yo podría saber si él introducía variantes en la historia, fruto de su fantasía o, si por el contrario, se atenía escrupulosamente al tema del cuento: sería señal de que estaba descubriendo el gusto por la objetividad.
A Diego le pareció muy buena la idea y comenzó a narrar aquella fábula de manera bastante similar a como yo se la contaba.
‑Fantástico ‑pensé yo‑. El método de Le Gall está dando su fruto.
Pero al llegar al desenlace, Diego, repentinamente, cambió la entonación, apretó la boca para marcar bien las palabras y, con ritmo lento, pero vigoroso, contó: «Y cuando llegó el invierno, las hormigas, dentro de su casita, se dedicaban a comer y a jugar, calentitas, mientras la cigarra, fuera, tiritaba de frío y les imploraba una y otra vez que la dejasen entrar… Pero las hormigas, una y otra vez le decían que se marchara a otro lugar. Entonces la cigarra, enrabiada, le dio una patada a la puerta, entró en la casa, echó a la calle a las hormigas y se quedó dentro durante todo el invierno».
‑¡Dios mío!, ¿qué ha pasado? –me pregunté horrorizado‑. ¡Pero si yo he seguido al pie de la letra la metodología de Le Gall! La Pedagogía debe tener más de arte que de ciencia.
***
Veinticinco años hace de todo eso. Yo volví a mis proyectos, dejé de aplicar aquellos paseos terapéuticos y, afortunadamente, Diego es hoy un doctorando en Bellas Artes bastante culto y maduro. Pero desde entonces hay una cuestión que me intriga: es muy probable que Diego, a los cinco años, casi no tuviera sentido de la responsabilidad ni tampoco capacidad para hacer razonamientos complejos, pero en cambio aquella respuesta era una manifestación psicológica complicada y rotunda, probablemente tan involuntaria e inmediata como la sonrisa de un bebé a la caricia de un adulto. Aquella respuesta infantil parecía tener el mismo origen que muchas otras adquiridas por el hombre en la evolución, y ya codificadas genéticamente.
¿Estará guardada en nuestro paleocerebro, como una tendencia innata de nuestra alma, la determinación de cambiar el orden de las cosas cuando ese orden se va perpetuando, aún cuando parezca el adecuado, lógica o estéticamente? ¿Estará ahí, en el deseo primario por el cambio, la piedra angular de nuestra cultura, y por tanto de nuestra evolución o regresión?