Mi mamá llevaba mucho tiempo queriendo hacer una escapadita de Sevilla con nosotros dos (Abel y Saúl), pues hemos tenido un invierno negro con toses y enfermedades propias de nuestra edad y de los compañeros de mi cole, que somos tan dadivosos para ese tema y otros, que nos las intercambiamos que es un susto. Tanto es así que hube de quedarme dos veces en casa de mis íos (abuelos) maternos, dos semanas antes de las vacaciones de Navidad y otras dos entre enero y febrero. Tan tocado he quedado de ese tema que, al volver a mi cole, he vuelto a llorar cuando me despido de mi mamá en la puerta del colegio Huerta de Santa Marina. Y eso que a mí, durante el primer trimestre y parte del segundo, me encantaba despedirme de ella para quedarme con mis amiguitos y mi maestro Juande, que es súper amable y cariñoso.
Por eso, mami concertó para este puente de Andalucía marcharnos de viaje los cinco (ella, los íos maternos y nosotros dos, Abel y yo -Saúl-) para resarcirse del tiempo pasado con más libertad y mejor humor.
De ahí que ella pensara en Altura (Portugal), a sólo nueve kilómetros de la frontera española, como nuestro destino ideal para este esperado y ansiado período vacacional.
Ella, muy previsora, como siempre, nos cogió a los dos a la salida de Kindermundi y con los abuelitos -cada cual en su coche; nosotros con mami, aunque Abel quería irse en el del abuelito; y los íos en el suyo- partimos el mismo viernes -a las cuatro de la tarde- con gran alegría y regocijo general.
El camino de ida se dio muy bien pues -tanto a mi hermano como a mí- Morfeo nos acunó largo rato entre sus brazos, mientras íbamos bien arropaditos en nuestros sillones del coche de mamá.
Total que, muy pronto, antes de las seis de la tarde, ya avistamos el Eurotel Altura en el que íbamos a pasar casi cuatro días de ensueño. Y como en Portugal llevan una hora de retraso con respecto a España, nos encontramos -sin pedirlo- con una hora de más para disfrutar y divertirnos largo rato.
No voy a contar todo lo que he vivido cronológicamente, sino que me remitiré a detallar lo que me vaya acordando de una manera espontánea y deslavazada, que para eso tengo solamente tres añitos.
Comenzamos instalándonos en sendas habitaciones del quinto piso, casi contiguas, con unas vistas al océano Atlántico espectaculares. Yo, al ver tanta agua, le llamé “río”, por las muchas veces que he visto mi río Guadalquivir en Sevilla, pero mis familiares me sacaron del error.
Con mi corta edad no había visto una playa tan larga y extensa, ni con tanta arena puesto que no se acababa nunca, ni un sol tan intenso, un cielo azul de película y unas nubes algodonosas o grisáceas que nunca olvidaré. Bien que disfrutamos mi hermano y yo -todos los días- de ella, juntamente con mami y los íos, pues íbamos por la mañana y por la tarde, cada día, y no nos hartábamos de estar allí; y eso que hacía, algunas veces, un frío que pelaba, aunque ni mi hermano ni yo lo sentíamos, pues estábamos forrados de ropa. Al poco tiempo descubrimos que -por detrás del hotel- teníamos acceso a unas largas e interminables pasarelas de madera que van a parar a la playa. Mi mamá me ha contado que las han hecho para defender a las dunas, tan características de este lugar. Llegada la noche se ponían muy bonitas (las pasarelas, se entienden), pues las pequeñas lucecitas que se iluminaban al atardecer en todo su largo e intrincado trayecto le daban un aspecto soberbio, pareciendo caminos entrecruzados en busca del ignoto horizonte nocturno. A todos nosotros nos ha encantado.
Yo iba casi siempre con mi volquete de juguete a la playa, achuchándolo alegremente, y con todos los materiales y herramientas de playa para que Abel hiciese castillos o fortalezas de arena -ayudado por mí, lógicamente- que han resistido casi todo el tiempo que hemos estado allí. Para la buena verdad, el último día mi hermanito estaba un tanto triste y preocupado (aunque se le pasó enseguida), porque vio que unos perros orinaron encima y lo pisotearon un poco su bello castillo de arena; pero él, como es tan trabajador y apañado, especialmente con lo que le interesa, lo restauró, dejándolo como nuevo, hasta que volvamos otra vez por aquí… Lo cierto es que aquella arena fina, seca o mojada por las olas, al juntarse con nuestra imaginación infantil, no había nada que la igualase.
También hemos aprovechado el tiempo buscando conchas marinas de todo tipo y tamaño. Un día nos pusimos los cuatro a recogerlas con muchas ganas, mientras mamá leía tranquilamente sentada en su tumbona de playa. Cada concha era un descubrimiento gozoso que teníamos que enseñarnos mutuamente y celebrarlo, antes de echarla a la bolsa. Hemos llenado dos, que nos hemos traído para Sevilla, pues tenemos que lavarlas y clasificarlas para que la abuelita, como es tan mañosa y tiene esas manos tan hábiles, se meta en Internet y haga adornos o colgantes fabulosos. Seguro que no nos defraudará…
Como ha habido ratos para todo, durante la siesta mi hermano ha ido avanzando vertiginosamente en su francés del Duolinguo y yo he visto algunos capítulos de Tayo, el pequeño autobús, o de Doraemon con regusto y expectación. También El gato con botas, en la televisión portuguesa, enterándome perfectamente de todas las aventuras y trama de este intrépido felino. Ninguno de los dos llegamos a cansarnos. Y, a su vez, hemos tenido mucho tiempo para charlar y contar anécdotas.
Yo, por ejemplo, que me pirro por las fresas, me he comido bastantes, tanto de las que trajimos de España como de las que compró la ía a un señor que estaba al principio de la pasarela de madera. Y de las uvas (negras y rubias) y de los tomates cherry tampoco me he privado…
Tengo que decir una verdad como un templo: nunca he visto tanta comida junta como la que he comido y degustado en el comedor del hotel, pues tanto el desayuno como la cena eran buffet libre y era digno de verme, agarrado al plato grande que portaba el ío, pidiéndole, bueno, mejor ordenándole, que me lo fuese llenando de alimentos varios sin que faltasen los postres exquisitos y variados que allí se exponían. ¡Qué tentaciones hemos pasado todos, incluyendo mi hermano! Nos hemos puesto las botas comiendo a dos carrillos. Luego, a quejarse de los gordos que están algunos…
Veía cómo me miraban y se reían muchos extranjeros al apreciarme de esa guisa. Siempre tenía al abuelito para descargar en su plato todo aquello que no me gustase o apeteciese, pues -al igual que le pasaba a mi hermano- lleno el ojo antes que la tripa…
Cuando yo estaba contento e inspirado (que era a menudo, como es mi carácter) le contaba a todos las aventuras de Dentín, que me ponen en mi cole; y les daba una clase magistral sobre lo que mostraban de él, ya que tengo buena memoria y se me queda todo en ella bien pegadito.
Por eso, les explicaba tan ricamente a mi familia, que hay que tener cuidado con las «bacterias» que estropean los dientes, si no nos los cepillamos bien diariamente, después de cada comida; así como los «gérmenes» que se instalan, especialmente, en las manos (u otras partes del cuerpo), si no se lavan bien antes de hacer cualquier comida. Como dice la ía, ella conoció estas esas dos palabras y las aprendió ya en bachillerato, por eso me considera que voy muy adelantado. Y para rematar la jugada les cantaba la canción de Dentín y se quedaban todos embobados. No sé por qué. A lo peor es que creen que -como soy pequeño- no me entero de nada y es todo lo contrario: lo cojo todo al vuelo cual esponja de agua y lo casco todo. No hay secretos para mí, pues entero a mi hermano y a toda mi parentela. Y las palabras raras o claves se me quedan grabadas en la memoria que es un susto. Sé repetirlas tal cual y comprendiendo su significado…
Tanto mi hermano como yo hemos jugado y disfrutado mucho. A él le encantaba volar su cometa de búho que permanecía en lo alto de la playa, muy cerquita de las nubes algodonosas o grisáceas que la enmarcaban. A su vez, como ya sabe leer y escribir perfectamente, con un palo escribía su nombre y dos apellidos en la arena, al igual que el mío y todos disfrutábamos de lo lindo. También se ha aficionado a jugar al diábolo con sus amigos en el recreo del cole y ha hecho grandes avances en los ratos perdidos de permanencia en la playa, como es tan persistente y metódico. Cada avance de Abel era una fiesta para todos. Mamá nos acostaba prontito pero -a cambio-, bien tempranito, nos despertábamos plenos de energías. Todo lo contrario que nos pasa en España cuando es día de cole, que no nos queremos acostar ni tampoco levantarnos. ¿Por qué será…?
A mi hermano le gustaba que nos bajásemos andando por las escaleras y las iba contando: 16 peldaños por piso. En total 80… Eso, si no nos bajábamos o subíamos por el ascensor. Encima Abel me ha enseñado a darle a todos los botones posibles de este aparato, siendo un milagro que no lo hayamos estropeado. Un día subimos al décimo piso y quedamos admirados del bonito paisaje que se nos regalaba. Mi hermano quería convencer al abuelito para que subiese andando con él los cinco pisos. Pero no lo consiguió nunca, ya que el ío resistía hasta el primero y pocas veces hasta el segundo. El resto había que hacerlo en el ascensor.
Nos encantaban nuestras camas. La de Abel era la parte de abajo del sofá de la habitación y estaba súper contento de dormir en ella. Yo, como no había cuna ni litera accesoria, dormía plácidamente junto a mamá en la inmensa cama que había en nuestra habitación. También jugaba con mi hermano y el ío a hacer piruetas o guerras de cojines o almohadas. Era una gozada jugar con ellos y que el abuelito nos alcanzara o lanzara por el aire para aterrizar en blandito, riéndonos alegremente…
Hablar de la caca (los repipis le llaman escatología) y del pipí son temas recurrentes que dan para mucha risa, hilaridad y cachondeo. Aunque el tema de la caca me preocupa en propia carne, pero lo dejaré para contarlo en otra ocasión, que se puede enterar demasiada gente.
Y como todo llega, el martes, tras el opíparo desayuno, tuvimos que partir con gran pena, aunque por otro lado yo estaba también contento, porque podría pronto ver y jugar con mi amiga Cala, entre otros buenos amiguitos que tengo en clase y Kindermundi.
Como en todos los viajes ocurren anécdotas, unas graciosas y otras menos, los abuelitos tuvieron que volver al hotel a recoger una caja que se les había olvidado, después de haber llegado a Sevilla a buena hora, sanos y salvos, y habiendo comido todos en Verdetarianos, sana y no tan abundantemente como en Portugal. Menos mal que no se quedaron de nuevo en Altura, porque me hubiera dado mucha envidia y los hubiera tenido que llamar por teléfono para decirles, como lo hace muchas veces mi hermano para que venga el abuelito a jugar al ajedrez con él y/ o conmigo, con mi larga colección de coches que coloco correctísimamente en una de las camas de mi mamaíta:
–Íos, ¿cuándo os vais a venir que os hecho mucho de menos? – les diría…
Ya estoy deseando de disfrutar del próximo puente de Semana Santa y/o de la Feria de Abril. ¿Adónde nos llevarán mamaíta y los íos? ¿Será a Úbeda y/o a Torre del Mar o nos tendrán reservado ir a Riscos Altos, en la sierra norte sevillana, o al parador de Cádiz? Estoy soñando que lleguen estas fechas para saberlo y pasármelo de rechupete.
¡Hasta otra, amiguitos!
Sevilla, 1 de marzo de 2023.
Fernando Sánchez Resa