Cuando, desde hace tiempo, se rompen las amarras que nos unían a la Iglesia católica, el momento de la muerte se aprecia de una forma bien distinta. La obligación religiosa de ponerse a bien con Dios, entregando el sacrificio y el dolor de los últimos momentos como purificación e impulso hacia la ¿nueva vida eterna?, deja paso a la concepción humana -y humanista- de aceptación de la muerte como final de la vida y, por lo tanto, como parte de la vida misma, que es un segmento temporal que empieza en el nacimiento y termina en la muerte (Kierkegaard y otros filósofos existencialistas nos pueden ilustrar).