FILIAS Y FOBIAS RELIGIOSAS
Mariano Valcárcel González
Empecemos diciendo que a mí los asuntos religiosos no me causan desazón alguna.
Sin embargo y dado que la religión nos rodea e impregna parte de nuestra existencia y la de la sociedad en la que vivimos habrá que posicionarse y tener las ideas muy claras al respecto.
Las creencias son cuestiones personales y así se contempla en los derechos fundamentales. Uno puede creer en lo que quiera (o no). Luego viene la materialización de esa creencia en sus manifestaciones externas, tanto a nivel individual como colectivo. Cuando esto último pasa ya entramos en las llamadas religiones, que al fin y al cabo no son más que regulaciones sociales de la fe de los individuos. Los ritos y sus puestas en práctica, además de sus normas y doctrina, serían los medios por los que discurre la pertenencia a una religión.
Nada que objetar tanto a la conciencia personal como colectiva del hecho religioso.
Lo que pasa es que toda religión (estoy refiriéndome a las monoteístas principalmente) termina invadiendo el ámbito público no solo como manifestación de la fe y de su existencia sino con la pretensión de influir, dirigir e incluso dominar todo este ámbito, toda la sociedad y sus estructuras (principalmente las de gobierno).
Conocemos la deriva histórica de estas religiones y en España muy en especial la de la Iglesia Católica. El problema tiene orígenes muy antiguos (desde la declaración en el Imperio Romano como religión única y oficial) pero tal vez se afianzó su poder en la Edad Media en cuanto el poder religioso investía al monarca, lo dirigía y asesoraba (y confesaba y absolvía, no lo olvidemos). No entraré en largo desarrollo de las fases en que tal cosa sucedió, muchos siglos fueron los de la convivencia (digamos que comensalismo) del poder religioso con el poder civil, entrelazándose y a veces hasta luchando entre ellos por afianzar su influencia.
Que hayan existido demasiados episodios en los que se ha atacado a la Iglesia incluso con una violencia total en esta España católica nos debiera hacer pensar; no todo lo que se hacía era contemplado como bueno e indiscutible por el pueblo. Ya se extrañaba aquel extranjero, tras la Semana Trágica de Barcelona (julio-agosto de 1909) del hecho de los ataques desproporcionados sufridos por personas y bienes religiosos – Estos españoles o van detrás del cura rezando o van detrás del cura pegándole -. Se repitieron los desmanes al inicio de la Segunda República e inmediatamente tras la sublevación de los militares en el 36.
La reacción de la Iglesia Católica española cuando la guerra civil se producía y en cuanto se acabó con la victoria de los sublevados fue echarse a sus brazos y entender que el territorio había sido conquistado y como parte en esa conquista ponía sus condiciones y obtenía sus beneficios. No fue el menor moldear la legislación civil con los argumentos religiosos. Por eso se le llamó al periodo de nacionalcatolicismo.
Para cualquier católico honesto y verdadero esa situación, que prorrogaba los posibles desaciertos de antaño, no debía haberle resultado muy cómoda. Para cualquier laico tampoco.
En Francia, la laica Francia surgida de su espíritu y práctica republicana, degollaron a un profesor de secundaria porque había enseñado a su alumnado (o eso trataba) la importancia de la libertad de conciencia y de la libertad de opinión y expresión, que no debieran quedar encorsetadas por normas y mandatos de índole religiosa. Al menos así se ha entendido también por estas tierras y se pretende lo sea. Entiendo que ello no debe justificar insultos ni acciones violentas contra los sentimientos y bienes religiosos y creo que el derecho al honor ha de protegerse también. Pero frente a esa religión radical que entiende y sigue defendiendo que por encima de la ley civil está la ley religiosa y sus mandamientos, interpretaciones y acciones, el criterio laico de la preeminencia de la ley civil le es del todo no ya indiferente sino un estorbo para su desarrollo. Y así lo manifiestan.
Cuando todo lo que no se encuentre dentro de la doctrina y enseñanza, en este caso islámica, no solo no debe ser considerado sino que supone en potencia un acto contra esa religión, cuando cualquier opinión discordante o en contra es considerada impía y digna de castigo y si, encima, cualquier manifestación personal (como la del profesor) o pública (como la de la revista satírica) se entiende como una ofensa, una blasfemia, es cuando se exige reparación y castigo (y la muerte pues del pecador o pecadores). Y siempre se encontrará alguien lo suficientemente fanatizado para llevar a cabo la matanza y azuzadores de ese fanatismo. La prueba está en esos llamados “lobos solitarios” que surgen de vez en cuando (como ahora) y que son consecuencia normal del lavado de cerebro sistemático que sus autoridades religiosas les aplican. Cuento una anécdota personal: impartiendo yo clase en un centro de Úbeda tuve que dar algunas horas semanales en el nivel 5º de primaria; había un chico magrebí de una inteligencia y capacidad de trabajo superior a sus compañeros. Cuando se produjeron los atentados de las Torres Gemelas toda su argumentación consistía en que eran producidos por los judíos, pues entre los muertos no había ninguno y eso significaba que ya habían sido advertidos del atentado. No conseguí bajarlo de ese discurso, que se propagaba por los canales islamistas de la televisión y en los que creía a pies juntillas.
El Presidente francés no hace más que un intento (ya veremos en lo que queda) de poner y situar las cosas en su justo punto y de paso defender a su sociedad.
Vengo defendiendo desde hace tiempo que ante la discordancia entre una concepción de la sociedad y la otra (la sociedad civil, cívica y tolerante y la sociedad islamizada enemiga de la anterior) se tomen las prevenciones oportunas y una de ellas sea la aplicación del criterio de reciprocidad. Sí, ante la evidencia de que en sus naciones de origen de estas personas emigradas no se toleran manifestaciones contrarias a la ley islámica (que es la que dirige sus leyes civiles) sea así en las nuestras siempre y cuando no manifiesten explícitamente el acatamiento de las leyes civiles que nos rigen. O sea y claramente la adecuación personal a las normas comunes donde vinieron a vivir. ¡Ojo!, he escrito la adecuación personal, nunca hablo ni hablaré de conversión, apostasía ni otras zarandajas del ramo, que el respeto a su creencia en inalienable.
Quienes ciegamente se enrocan tanto en la “expulsión de los moros” (como antaño) como en la “inclusión sin condiciones” se equivocan.
Cada uno en su casa y Dios en la de todos – dicho popular castellano que resumen muy bien la conciencia de libertad que debemos tener y practicar en cosas de conciencia y en las prácticas religiosas.