Por Salvador González González.
Hace ya algunos meses que dieron la noticia de una entrevista a Adolfo Suárez por esta periodista, Victoria Prego, que nunca se dio a conocer y que ha aparecido al celebrarse los 40 años de la ley, sobre la Reforma Política, aunque no ha dado pie, la misma, a mucha repercusión mediática (lo que confirma, con ello, mi parecer sobre este asunto).
Parece que Torcuato Fernández Miranda, que fue el que elaboró la misma, introdujo en ésta, según comentó Adolfo Suárez a la periodista y que se ha conocido recientemente por ello, la monarquía de “tapadillo” para homologarla democráticamente, según él; porque, antes, las exigencias internas y externas a España, de que lo preguntase en referéndum, las encuestas manejadas no eran propicias a la monarquía, por lo que se metió con calzador y un poco por “la gatera”, junto con todas las aperturas democráticas que la ley llevaba .¿Era oportuno sacar ahora ese hecho: con toda la tensión política que hay, plantear que la monarquía y su homologación democrática “ab initio” estaba un tanto esquilmada? En una sociedad libre y democrática, la transparencia debe ir ligada a su acontecer diario y de una manera permanente; así que me parece correcto que se haya dado a conocer el contenido de esa entrevista y, toca ahora, si se quiere analizar el hecho como tal.
Creo que, aunque las razones esgrimidas hoy puedan parecernos inadmisibles, hay que analizarlas en el contexto en que se produjo el advenimiento democrático en España .No se puede olvidar que se pasó de una dictadura a una democracia, no desde una ruptura con el régimen anterior, sino mediante una reforma; por tanto, utilizando los propios mecanismos existentes (Ley de Sucesión) y mediante un harakiri político de las cortes franquistas, se pasó a una democracia; y nadie puede, por tanto, extrañarse de que la monarquía era la destinada a esa transición; por tanto, era lo previsto como sucesión a la Jefatura del Estado y hay que reconocer, que por muy republicanos que algunos pudieran sentirse (PSOE y PCE lo eran y son), es verdad y real que la monarquía, desde el comienzo de las sucesión, apostó clara y abiertamente por dotar a España de un sistema democrático homologable a nuestro entorno. Como diría Suárez, se trataba de «seguir dando agua en la casa vieja en obras, utilizando las viejas cañerías» para que todo pasase sin traumas, ni carencias. Los problemas de entonces hay que, de nuevo, hacerlos patentes a esta nueva clase política que ahora parece pretender y empezar todo desde el cero: terrorismo de Eta y el Grapo, ruido de sables, situación económica imposible como consecuencia de 40 años de autarquía, reconversiones pendientes… Es más, con la Constitución del 78, la propuesta de monarquía parlamentaria, que se sometió a su aprobación, es groso modo lo que muchos llamamos una república coronada (Valcárcel, en su artículo “Dinastía”, habla de ello, en cierta manera, en algunas repúblicas populares, como última pretensión encubierta de estos mandatarios). Lo hemos visto recientemente en el papel que, constitucionalmente, el Jefe del Estado ‑el Rey‑ ha desempeñado en las consultas a los diferentes líderes políticos, en la conformación y propuesta de candidatos a la Presidencia de Gobierno, similar a cualquier otro Jefe de Estado en una República de corte moderno. Es cierto que no es renovada su confianza periódicamente, como ocurre con los presidentes en las repúblicas, cada periodo de tiempo y, además, compitiendo los candidatos entre sí, para ver quién obtiene más respaldo y, por ello, merecedor de esa presidencia. Pero esto ‑desde una visión republicana‑ es obviamente una carencia y, por ello, está en “el debe” de la monarquía parlamentaria; se transforma, en muchos casos, en “un haber”, cuando, esa permanencia en un país con problemas de encaje territoriales aún no resueltos, es una garantía de la existencia como nación, aunque lo sea de naciones o federaciones territoriales en un futuro más o menos cercano. La monarquía parlamentaria puede y debe jugar ese papel de conjunción de todo ese puzle que aún no se ha resuelto definitivamente.
De otro lado, en etapa reciente, gracias a esa línea de continuidad, en un momento de dificultad, cual fue el 23 F, supo y pudo encauzar democráticamente aquel intento. Esperamos que sea el último de devolvernos al viejo régimen autárquico y trasnochado en una sociedad abierta, tolerante y libre como la que, pese a todos los inconvenientes que puedan plantearse, nos hemos dotado. En el mismo sentido, la posición de la monarquía, en el juicio del Caso Nóos, ha sido neutral y ha manifestado que «todos somos iguales antes la ley» y «el respeto absoluto a las decisiones judiciales». Conocida la sentencia en este caso, obviamente como en otros, se podrá estar más o menos de acuerdo con ella; pero, lo que ha sido evidente ‑cosa que, en otros lugares con iguales regímenes monárquicos, que yo sepa, no se ha producido‑ es el hecho de someter a la justicia actuaciones presuntamente ilícitas, producidas en su entorno, como ha sucedido aquí con este caso, donde se ha juzgado y, por ello, puesto en el banquillo de la justicia a toda una infante de España.
Además y como argumento último, hay una razón práctica: ¿es hoy algo, demandado por la mayoría de los ciudadanos, el plantearse en estos momentos, con los problemas de todo calibre que tenemos, monarquía o república? Sinceramente, creo que este tema no forma parte de las preocupaciones que el ciudadano medio tiene entre sus anhelos; son otras: corrupción, paro, partidos políticos con estructuras endógenas poco representativas e impermeables a las demandas ciudadanas, crisis económicas, educación, sanidad…
Sintiéndome republicano, no dejo de reconocer que nuestras prioridades van por otros derroteros, en lo social, en lo económico y en lo político; que un supuesto debate, en estos momentos, sobre la monarquía, es innecesario, porque estoy convencido de que esta sigue y puede seguir jugando un papel importante en nuestra sociedad, en los momentos actuales.