Comentario sobre el evangelio del II domingo de Pascua

09-05-2009.
San Juan 20: 19-31.
«Por miedo a los judíos», los discípulos se reúnen ocultamente, «cerradas las puertas», dice el Evangelio. Cristo ha resucitado, pero los discípulos no lo han visto todavía. Y ¿por qué no? Puede que alguien de entre ellos sustente que lo del milagro es… un bulo. Y el miedo es humano, muy humano.

En la pasarela de la creencia, de la fe, los apóstoles vacilan, discuten, difieren en la apreciación de los hechos. No cuenta nada San Juan del contenido de la reunión de los apóstoles: no dice lo que trataron antes de la aparición de Cristo. Pero no es aventurado imaginar que, en esta primera asamblea, se perfilasen fidelidades y se insinuasen deserciones… ¿Qué hubiera sucedido con el Cristianismo si Él, el Señor, no hubiese aparecido en el momento oportuno a dar sentido, unidad, cauce y, sobre todo, seguridad a la Asamblea?
Pero Cristo resucitado se persona y, poniéndose en medio de todos, dice: «Paz a vosotros». Y luego les muestra las manos y el costado. Y los discípulos «se regocijan», se llenan de gozo, y Cristo vuelve a repetir: «Paz con vosotros»… Y desde este instante, los apóstoles dejan de ser una “reunión” para constituir una Iglesia. Confirmada la divinidad de Jesús en la Resurrección, su autoridad es, por decirlo así, inapelable. Y he aquí que su autoridad manifiesta: «Como me envió a mí el Padre, así os envío yo a vosotros». Luego sopló sobre ellos y añadió: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos».
Así es que esa masa indescifrable y algo amorfa que era hasta ese momento el grupo apostólico, empieza a fermentar al soplo de Cristo. Y la Iglesia, institución, comienza a vertebrarse. Pentecostés a la vista, ya el Espíritu Santo gobierna, edifica, ordena… Vendrá, pues, la “sintaxis” de la doctrina, de la enseñanza de Cristo. Porque el carácter narrativo del Evangelio hace que aparezcan dispersas y quizás alguna vez “descolocadas”, humanamente hablando, las verdades.
Es la Iglesia, institución divina ‑no puede olvidarse esto‑, quien jerarquiza, ensambla y organiza todo el material evangélico. Aquí está el Catolicismo montando y engastando, afinando y concretando. Lo difuso va a ir cediendo paso a lo dogmático. Los dogmas son los brillantes fijos, radiantes, que darán consistencia, fuerza y raíz al Cristianismo. ¿Por qué no reafirmar, terminantemente, estas cosas? Un cierto influjo protestante ‑el protestantismo se queda con todo el material evangélico, pero renuncia a la organización, a la sintaxis, que no otra cosa significa la frase de la “libre interpretación”‑; un cierto influjo protestante, digo, quisiera esquivar o colocar en segundo término el instante sublime en que Cristo resucitado sopla sobre los apóstoles ‑en el alba de la Iglesia‑ para anticiparles el Espíritu.
Un cierto catolicismo equívoco desearía prescindir o hacer menos hincapié en el episodio de la Institucionalización de la Iglesia, que San Juan, clarísimamente, anuncia en su relato. Pero, entonces, la Iglesia no podría definirse como un legado visible, tangible y articulado de Cristo; sino como una nebulosa, o más bien, como la cola del cometa. Duro es decirlo, pero es así. Sin la garantía de la Iglesia ‑asistida por el Espíritu‑, la historia se hubiera puesto a desmenuzar a un Cristo‑astro, cuando Él es Luz. Luz para todos los astros.
Pero la Iglesia tampoco es rastro de Cristo; es, sigue siendo, la voz de Cristo en ella presente. Es el poder del Señor, transmitido al apostolado, al sacerdocio. Es el máximo poder: «A quienes perdonareis los pecados…».
Después, San Juan cuenta la incredulidad y la conversión de Tomás. Tomás no estaba presente cuando la Aparición. Pero Cristo es paciente con la incredulidad y para los incrédulos. Cristo vuelve expresamente para que Tomás lo vea; para que Tomás meta su mano en su costado; para que Tomás crea. Cristo insiste para quien quiere creer, para quien le busca, para quien tiene buena fe. Ahora bien, Él claramente dice: «Bienaventurados los que han creído sin haber visto».
Reclamarle ‑reclamarle a Él‑ más y más motivos de credibilidad, insistir una y otra vez en pedirle el aval ‑la documentación, la credencial de Dios‑ es peligroso. La fe es nuestro único obsequio como respuesta a sus muchos obsequios. Es ya demasiado pretender que Él también nos costee del todo el pequeño regalo que a Él le hacemos. Porque, ciertamente, la Fe es también una Gracia suya. Pero una Gracia que no se completa sin nuestra colaboración, sin nuestra libre opción, sin nuestro obsequio de la voluntad. «Bienaventurados los que han creído sin haber visto».

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