26-02-07.
Qué alegría de vivir sintiéndose vivido.
Pamplona. Boinas rojas. Invictos requetés. Los que hicieron salir de estampida al vasco traidor e impío. Que, meapilas ellos, se aliaron a los rojos y bolcheviques ateos.
Pamplona era una ciudad fina, encantadora, noble y muy española.
A Burguillos le alegró mucho el cariño con que los padres y antiguos compañeros le saludaron. Casi se creyó alguien importante. El colegio era nuevo, bonito, mucho más pequeño que el de Murguía. Estaba pegando a Pamplona, en el barrio del Mochuelo. El campo de fútbol, al sur, entre el colegio y la huerta. La huerta siempre tenía espléndidas berzas y repollos. Al norte, el campo del Osasuna. Ni frontones, ni bosque, ni río próximo. Las clases y estudio, en la primera planta. Amplias, luminosas, alegres y sin ruidos. La iglesia grande, hermosa, con tantos coros superpuestos como pisos tenía la casa. El camerino de la Virgen sobre el altar central. Lo llenaba una Milagrosa.
Los padres Marcos y Manzanal se alegraron mucho de verle. Y él también de verles a ellos. Le preguntaron por la capital de Moral de la Reina… El padre Pano no le dejó besarle la mano; se las puso sobre los hombros y le dijo que ya era un hombrecito. Y en seguida:
—¿Qué tal el señor Manuel y la señora Demetria? ¿Y cómo sigue Petra?
Casi se emociona. ¿Cómo recordaba tantas cosas suyas? Todos sus frailes, su otra familia también muy querida, estaban todos vivos. Asignaturas nuevas, Latín, Griego y Lecciones de Cosas. Todas muy bonitas. El padre Pano, un día, a la hora del recreo de la tarde, le invitó a pasear por la huerta. Le preguntó muy cordial cómo habían pasado él y la familia ese año. Estuvo parlanchín y transparente.
Siguieron siendo grandes amigos. Siempre le ayudó como un padre. Pero, sin saber por qué, Burguillos ya no vivía tan dependiente de él. Aguirre fue compañero de pupitre todo el curso. Y en la iglesia, juntitos también. Era callado, pero no era morugo. Acaso el padre Bernal se lo adjudicó aposta de compañero en el estudio y en la capilla. Tenía mucha bola en los brazos y le daba bien al balón. Un poco leñero. Pero nunca peleaba ni discutía. Era bilbaíno, pero buen chico. En los recreos que no había fútbol y en algunos paseos se agregaba al grupo de Burguillos, pero no se mezclaba. Andaba bien en Matemáticas, flojo en Castellano y más que una guita en Latín y Griego. A fuerza de codos y de su ayuda salía adelante. En cambio, él le ayudaba mucho en los trabajos de Matemáticas. Era hijo único de una portera. Mayor, más alto y en todo tenía mejor facha que Burguillos. Le caía bien. Pero no se puede decir que fueran amigos. Nunca contaba ni penas ni alegrías. Seguramente no tenía amigos, porque era un poco solitario. Con la primavera a Aguirre se le llenó la cara de granos. Se hizo con un espejito. Lo guardaba muy bien entre los libros y con él sabía si el padre, que desde atrás vigilaba los estudios, estaba ausente. Si era propicio, Aguirre aprovechaba para atender su jardín de granos y espinillas. Ya más que callado estaba huraño. Alguna quincena suspendió Latín.
El padre Serapio Marcos siempre le había distinguido y exigido más que a nadie. Ese curso, además de Castellano les explicaba Matemáticas. La simpatía por el profesor no le aminoró a Burguillos la antipatía por los números. Diez en Castellano. En Matemáticas tres, tres y medio. Y el bueno del padre Marcos se puso serio y la tomó con él. Le hizo la guerra: ¡pues peor para él! No iba a abrirle el libro… Burguillos, todos, todos los días al encerado. La clase entera, seria, tensa. El profesor, cara larga y afán de humillarle. En Castellano llevaba la asignatura muy adelantada. Si a la lección del día le añadía aprender de memoria unas estrofas, Burguillos le llevaba la poesía completa. Pero el endiablado fraile nunca le preguntaba. Su empeño era que bajase furias por el Castellano y se empeñase en conseguir por lo menos un cinquillo en Matemáticas. Días hubo en que, en sus salidas al encerado, Burguillos no llegó ni a coger la tiza. La cosa estaba que ardía y ya más que molesto, estaba casi angustiado. El fraile, aunque llevaba todas las de ganar, también estaba quemado… Ya no quedaba la cosa en ceros y reproches. Era pequeñajo, pero ¡qué chufas le endiñaba…! Le castigaba sin los paseos de los jueves y domingos. Eso lo llevaba Burguillos mucho peor que las tortas, porque le daba tiempo para acordarse de Moral, de todo lo de su casa. Y de la guerra.
Ya empezaba Burguillos a perder pie. Dormía mal. Estaba agrio, con ganas de murmurar. Ni siquiera estudiando Castellano hallaba quietud. Empezaba a pensar demasiado en su casa.
Una tarde, el padre Marcos le llamó a su aposento. Directo y esquemático, le habló de un niño con nueves y dieces en todas las asignaturas y un suspenso invariable en Matemáticas. ¿Ese niño es tan corto que no puede alcanzar un cinquillo?
—Huyes, como un crío consentido, de lo que no te gusta, de lo que no te reporta lucimiento. La vida conlleva muchas cosas duras, ingratas…
Unas pocas razones más, bien claritas, y Burguillos hecho una breva. Aceptó, prometió y dejó feliz a su querido padre Serapio Marcos. Volvió al estudio consolado, casi radiante. Los compañeros de clase le preguntaban con la mirada. A la tercera quincena ¡notable! Nunca, por más que lo intentó, consiguió un sobresaliente. El padre Marcos, triunfal y complaciente. Nunca más le anduvo a la cara. Y Burguillos apreció las virtudes del esfuerzo. Engordó su autoconcepto y amplió entre los estudiantes su prestigio académico.
Pero, secretamente, se persuadió una vez más de que los números no eran su reino. Y acaso simplonamente, pensó también que el afán por las asignaturas, y acaso por todo, dependía de la fuerza de su reclamo, de la satisfacción y hasta de la vanidad con que pagan el esfuerzo. Estudiar Matemáticas era para Burguillos como masticar estopa. No le decían nada. No le tocaban ni una fibrilla del cuerpo ni del alma. Las retenía a redopelo, con un doloroso despilfarro de tiempo y energías.
Don Delfín le había enseñado hasta las reglas de tres. ¿Qué más podía necesitar un predicador o profesor de Literatura? Sin duda esa aversión se le originaba en una falta de disposiciones naturales. Pronto manifestaba Burguillos su espíritu selectivo en sus esquemas y trayectorias vitales. Embrolladamente pensaba que cada asignatura y cada libro eran como una melodía que buscaban eco en los adentros de cada quien. Y que, las que lograban despertar alguna respuesta, terminaban ilusionando tanto que se las elegía como camino y orientación. Un camino que siempre ayuda a crecer y a ser felices.
Feliz y en crecimiento se sentía Burguillos triturando, digiriendo el texto de Castellano del curso superior. Y se echaba de bruces sobre las gramáticas griega y latina porque había leído cuatro nociones sobre la Hélade y Roma. Para él, estudiar, sobar estas materias, era un suculento recreo. El hambre y los sabañones de aquel año bendito, en nada mermaron su bienestar psicológico. Hasta la guerra pasó a un plano menos absorbente.
Pensar en estudios superiores, aprender a escribir y hacer versos. Leer el Latín y el Griego era una delicia distinta, tal vez superior en goce a pasar el verano trillando y cuidando el Amoroso. Clara e inequívoca manifestación de su orientación profesional, académica, en esta disposición espontánea. Décadas adelante, ello se confirmaría. Únicamente se aprende y asimila lo que encaja en la imagen y organización del nosotros mismos.
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