Primavera

25-12-06.
[…]

No se encontraba Burguillos, no tenía paz. A la atonía e inseguridad con que el clima de guerra le iba minando, se le sumaba este episodio desquiciante. Todo lo rumiaba a solas. Sus padres bastante tenían los pobres con sus preocupaciones. Además, con los padres no se hablaba de estas cosas. Y el padre Pano ¿dónde andaría? Vivía sin alicientes. Y la guerra ya en el ‘II Año Triunfal’. ¿Cuántos más iba a durar? Y Burguillos se amustiaba, dándole vueltas a esto tan oscuro. No podía pensar en el curso próximo. Ya era julio y del colegio, ni mus… Y para consolarse de un futuro vacío, incierto, se evadía, se refugiaba en el recuerdo de Murguía. Aquellos profesores… las clases a las que iban corriendo. Los paseos al monte… el río Bayas. Otras veces volaba más atrás aún. Se envolvía ensoñando su infancia mágica y feliz con cromos, arcilla, cera, perros y pájaros… Con qué viveza visionaba el día en que nació Petra. ¡Qué preciosa era! Parecía un peluche. Esa primavera, su hermana Cándida y él la llevaron con su madre, la Andaluza, a la era. Petra venía juguetona a buscar las galletas. Cándida y sus amigas le hacían collares de margaritas y flores doradas.

Otras veces se embebecía Burguillos fantaseando que vivían en el Amoroso. En una casona muy blanca, con muchas ventanas azules, muchos animales, pavos, ocas, palomas, gallinas… Y una torre alta, toda ventanas, para mejor contemplar la finca y guardar auroras y crepúsculos… ¿Ir al pueblo? Una vez al mes, por cerillas, sal y aceite. ¡Ah! y arroz, azúcar y canela. Y sin pararse a hablar con nadie de los que siempre hablaban de la guerra…
Burguillos no sabía de escapismos y cosas de esas. Que decían que pueden desengranar la evolución normal del crecimiento. Y que huir del presente, aunque sea malo y refugiarse en un pasado feliz, podía ser grave. Porque decían que era fugarse de la realidad… Y que a la realidad grata o ingrata había que darle cara. Y que si era mala, había que luchar por hacerla buena. ¿Pero cómo podía él, con pantalón corto y sin camisa azul, luchar y hacer respirables y serenos el dolor y la inquina que andaban sueltos por las calles de Moral…? No había jornada sin lágrimas y dolor. Y otra vez al recuerdo de Murguía…
Allá en Murguía, el padre Manzanal era poeta. Hacía versos muy buenos. Un día le pidió unos pocos para el cumpleaños de su madre. Le regaló un librito. No llevaba versos. Pero decía unas cosas de mucho pensar. Decía que las plantas, para perfumar y alegrar a las personas, tenían que hallarse ellas contentas. Y que si les faltaban la luz y el agua se ponían tristes. Se amustiaban y no florecían. Y que otro tanto pasaba con los niños. Que para crecer bien y estar contentos, necesitaban mucho amor, mucha alegría y sentirse seguros. Burguillos, con once o doce años, ya no era tan niño. Y pensaba en lo que decía el padre Manzanal. Y pensaba que tenía razón. Que a los chicos de su edad, por entonces, les faltaban alegría y seguridad.
Bien sabía que sus padres, Manuel y Demetria, sin aspavientos ni arrumacos vivían para ellos y que les amaban tiernamente. Pero ¿qué alegría ni qué ocho cuartos les iban a trasmitir? Dos hijos en los frentes más sangrientos. El padre haciendo cirios a destajo para muchachos segados en la flor de la vida. Hijos muchas veces de familiares, amigos o conocidos…
El pueblo ya no sólo estaba dividido en los que comían carne y los que andaban cortos de pan; entre los que pudrían la paja para hacer estiércol y los que barrían la que caía de los carros y los cagajones de las mulas para no morir de frío. Ya su pueblo, familiares y vecinos, hasta en el dolor estaban divididos. Unos reconcomiéndose en un luto casi vergonzante porque a los suyos les habían baleado como a perros sarnosos en un barbecho. Por ellos no tocaron las campanas a muerto. Ni tuvieron funerales públicos. Y encolerizados los otros porque, allá, en tierras lejanas, otra bala maldita les había matado al padre, al hijo, al hermano. Y había quedado abandonado a los buitres, sin una cruz de palo, ni un pedrusco garabateado…
Una tarde llegó Burguillos a casa:
—Madre, oiga usted qué canción tan guapa he aprendido:
En el Alto del León
vamos a hacer una hazaña.
Que la canten a las novias
que la canten a las madres
las estrellas apenadas.
—¡Calla, hijo, calla!
Pensó que su madre y todas las madres estaban hartas de estrellas y luceros. Pero ellos, la muchachada, cantaban más que nunca. Muchas veces sin saber lo que cantaban. Era como una necesidad subconsciente para romper la pena que les cercaba por todas partes. Que les comía la alegría inalienable, sin prórrogas, de la infancia. No reparaban en que podía escucharles alguien golpeado por la guerra. Y ¡hala!, ¡allá va!…
Quedó el segundo en la cumbre
de una montaña nevada.
Lívido de amaneceres
sobre la nieve manchada.
Lejos dos voces decían
yo tenía una camarada.
Otro se marchó al
lucero
que en el cielo le esperaba…
Donde falangistas muertos
forman centurias de plata.

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