04-11-06.
Buenas tardes a todos. Hace tanto tiempo que no entro en este café que no sé si lo reconoceré.
Acabo de leer la noticia sobre el padre Mendoza y, de repente, me ha venido a la memoria una de mis confesiones con él.
Cuando la Asociación le regaló una placa, yo le hice unas fotos y envié una de ellas a nuestra página en la que destacaba su oreja izquierda. Deseaba que ella suscitara algún comentario, pero nadie dijo nada, y ello me indujo a pensar que el símbolo que yo había elegido no había sido muy afortunado. Ahora he leído los méritos por los que le han declarado Hijo Adoptivo de Úbeda y vuelvo a echar en falta algo que a mí me parece, precisamente, lo más meritorio de todo lo que este hombre ha hecho: el padre Mendoza, con una preparación intelectual con la que hubiera podido ejercer en cualquier universidad de prestigio, se dedicó a realizar, él solo, la tarea de un batallón de psiquiatras, y a escuchar, día tras día durante toda su vida, toneladas de tonterías y barbaridades a cambio, sólo, de caridad ‑bueno, o precisamente por ello‑.
Y, naturalmente, muchas de esas tonterías eran mías. En mi casa yo recibía una formación de la que me siento muy orgulloso, pero era tan austera y disciplinada como la del colegio y, en materia de moral, quizá más exigente ‑yo debería desterrar de mí cualquier vestigio de vicio‑. En Úbeda, todas las tardes, y sin que yo supiera por qué, me aparecía el fantasma del hambre, un espectro que me invadía y no se contentaba con el trozo de pan y la onza de chocolate que me tocaba; era necesario que mi amigo Manolo Damas, bien surtido de paquetes de su casa y despreciativo con aquel condumio, me regalara su merienda; y como me seguía viendo con hambre se prestaba ‑era un tío simpático y desenvuelto‑ a ponerse de nuevo en la cola y pedir otra merienda que generosamente me volvía a regalar. Pero, a medida que me iba desapareciendo el fantasma del hambre, me iba apareciendo el del remordimiento ‑recordaba las palabras de don Sebastián: tenéis que actuar con responsabilidad‑ y las de mi madre ‑la gula es un pecado mortal‑.
Yo me sentía el protagonista de una tragedia griega que me impedía comulgar; hasta que un día decidí que debía confesar.
—Padre, confieso que he tenido gula —declaré yo, muy convencido de la gravedad de mi pecado.
No recuerdo exactamente el desarrollo de aquella conversación, pero sí la conclusión moral a la que me condujo el padre Mendoza: «En aquel colegio era difícil que se produjera el pecado de la gula».
A partir de entonces, y gracias a aquella confesión, yo me comí con fruición y sin remordimientos las meriendas que me regalaba mi amigo Damas. Por eso, y por otros secretillos que os contaré otro día, yo he decidido conceder a este jesuita, para que lo ejerza como crea conveniente, el título de Padre Adoptivo.
¡Manolo Verdera! ¿Estás por ahí? Bueno, hoy no quiero seguir charlando porque me vais a echar a gorrazos por pesado, pero otro día prometo hacerte unas sugerencias sobre esa magnífica experiencia tuya que nos contaste sobre la cata de vinos.