Es una mala práctica social (y personal) de la que cada día nos vamos enterando y empapando, más y más, con la consiguiente desazón al comprobar su triunfo y ascenso, pues le ocurre como a la pobreza: que no hay quien la domeñe.
La RAE, en su cuarta acepción, la define así: “En las organizaciones, especialmente en las públicas, práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores”.
Esta lacra, sea del tipo que sea: religiosa, política, financiera, profesional, social, e incluso personal, prima hoy en día en nuestra sociedad y, por desgracia, sobre el orbe terráqueo; mas, aunque se trate de ponerle paliativos, no se soluciona radicalmente.
Soy pesimista en esta enfermedad del cuerpo social (y personal) que ataca a la comunidad (y al individuo) por sistema y no se encuentra el antídoto para paliarla o pararla, aunque todo el mundo teóricamente lo sepa: sacar nuevas leyes anticorrupción (que se las saltarán los que vengan después, constituyendo una espiral interminable).
El ser humano lleva en su propia esencia -desde que nace- la destrucción de su cuerpo y el finiquito de su vida -antes o después- puesto que las bacterias, los virus o los microorganismos letales que sean o correspondan acabarán corrompiéndolo físicamente, lo quiera o no el propio interesado. Pero es que mental o psíquicamente también llevamos intrínsecamente la corrupción (que traerá nuestra destrucción), pues siempre es más fácil que arraiguen en nuestras vidas y costumbres personales y sociales los vicios -que son mucho más atrayentes- que las aburridas virtudes, pues los primeros se dan casi por naturaleza mientras que las segundas hay que trabajarlas mucho y a diario para no mustiarlas y excluirlas de nuestros comportamientos.
Así que todos podemos -si nos apetece- conjugar el verbo compuesto: “ser corrupto”, unos más que otros, lógicamente; aunque no debiéramos hacerlo. Lo vemos en los partidos políticos de nuestra querida España, ya que en cuanto tocan poder se suelen corromper, algunos incluso antes, pues lo hacen de forma oscura y subterránea que difícilmente sale a la luz pública, pues su principal condición es la opacidad y el chantaje.
Conforme voy envejeciendo me voy haciendo más pesimista en muchos temas y, por supuesto, en el que estoy tratando; porque llevo dándome cuenta -desde hace tiempo- de que la realidad supera a la ficción, rompiéndoseme la falsa creencia de que existe un mundo mejor e inmaculado en donde las personas y la propia sociedad que las acoge son garantes de incorruptibilidad.
Es penoso cómo se buscan mecanismos de dilación de la ley para que se pase el plazo prescrito y no tener que pagar la pena de la corrupción efectuada. De este modo, los ciudadanos quedamos más que insatisfechos y cabreados, porque vemos cómo ciertos personajes corruptos quedan impunes y exonerados de sus robos, trapicheos, engañifas o escándalos; y que -además- se libran tan ricamente de la cárcel e incluso del oprobio social.
Y así nos va, en esta sociedad en la que ponemos de (mal) ejemplo al corrupto o persona que se salta la ley o la bordea; y luego queremos que nuestros escolares, adolescentes o ciudadanos, en general, no caigan en esa mala práctica social e individual -tan perniciosa- que anda tan anunciada en periódicos, diarios, telediarios de cada día o en las dinámicas y acusadoras redes sociales que hierven como olla en ebullición para casi nada.
Termino con un anhelado deseo, que pido de corazón a los Reyes Magos de oriente, en esta noche mágica, cual si fuera mi nieto Abel: erradicar -para siempre-, en nuestras vidas personales o sociales, la corrupción.
Sevilla, 5 de enero de 2020.