Por Jesús Ferrer Criado.
Hace unos días pasé por delante de una zapatería llamada “LAS B.B.B”. El ideal de cualquier consumidor es eso, encontrar algo bueno, bonito, barato…, y que te lo lleven a casa, si puede ser. Con el tiempo, te das cuenta de que eso es casi imposible, salvo contadas excepciones.
Como es normal, también es relativa la valoración personal que hagamos cada cual. Quiero decir que lo que resulta barato para mí quizás no lo es para otro; y no hablemos de lo que es bonito o feo, todavía más personal y más discutible. Creo que el dicho se refiere a que algo sea bueno, bonito y barato para cualquiera, por exigente que sea. Y ahí está el problema.
Aunque parezca increíble, a veces te encuentras gente que ya no habla de bueno, bonito y barato sino que salta a los superlativos y pide óptimo, maravilloso y regalado. Siguen aquella consigna de mayo del 68: SED REALISTAS, PEDID LO IMPOSIBLE.
La demagogia acabará con el mundo, ya lo veréis.
Yo diría más bien: sed realistas y mirad lo que hay. Cuando entramos en una tienda de “TODO A CIEN”, seguramente encontraremos cosas baratas, pero es difícil que sean, además, buenas y bonitas.
En una tienda de decoración, veremos cosas preciosas; pero, seguramente, son caras. Puede incluso que su utilidad sea muy relativa; o sea, que no son buenas en el sentido de servir para algo.
Si saltamos de los objetos de una tienda a otros aspectos de la realidad que también compramos: viajes, restaurantes, hoteles…, lo normal es que los realmente atractivos nunca sean baratos.
Por el contrario, puede incluso darse el caso de algo que sea malo, feo y caro; pero una buena propaganda nos haga creer lo contrario y acabemos sufriendo el engaño. No obstante, que un producto no tenga nada positivo también suele ser excepcional.
Veo en muchos jóvenes actuales, en lo concerniente a su plan de vida, la imperiosa exigencia de las tres bes traducida en una vida buena, bonita y barata, donde no falte de nada, ya sea a costa de sus padres o de generosas prestaciones sociales que satisfagan sus caprichos. O sea, todos los derechos a costa de lo que sea y sin mancharse las manos, claro.
Lo de barata ya lo tienen. La enorme proliferación de universidades públicas, las generosas becas sin apenas exigencias académicas ni intelectuales, la eliminación de los severos controles de antes: selectividad, reválidas…, y el ambiente general de permisividad han producido una multitud excesiva de licenciados, doctores y graduados, en general, sin apenas costes familiares; pero que ni tienen ni pueden tener cabida en la sociedad productiva de nuestro país, simplemente porque son demasiados y algunos no tienen el nivel adecuado. Y se indignan porque tienen que emigrar a países cuyo idioma ‑a pesar de las enormes facilidades actuales‑ frecuentemente desconocen.
Cuando, hace unas décadas, un muchacho decidía ser ingeniero, arquitecto o médico…, o era una lumbrera que se ganaba una de las poquísimas becas disponibles o es que pertenecía a una familia con dinero y con voluntad de invertirlo en su carrera. Eso, además de ser inteligente y trabajador, porque los controles eran estrictos. Por supuesto que, los pocos que conseguían su objetivo, tenían ya un trabajo esperándoles.
Pero dejemos el tema de los jóvenes, que ciertamente daría para mucho más, y que se sale del propósito general de este artículo.
Debe ser cuestión de la edad, de la experiencia o de la decepción pero, personalmente, suelo conformarme con dos bes e incluso con una; depende. Por ejemplo, si compro una herramienta buena y barata no le exijo además que sea preciosa. Y si te compras un coche bueno y bonito, lo de que además sea barato ya es pasarse. Entre el inmenso surtido de cosas y bienes que adquirimos, hay tal variedad que las mencionadas bes se intercambian, aparecen y desaparecen adaptándose con total facilidad.
Los ricos caprichosos pueden permitirse prescindir de la “B” de barato y hay algunos, no tan ricos, que también lo hacen por simple vanidad; por presumir, como si lo fueran. Es el mundo del lujo, donde la utilidad queda en último lugar y manda lo vistoso y lo espectacular, cueste lo que cueste.
Podemos sustituir los tres adjetivos que venimos analizando por otros equivalentes más ajustados a las diversas realidades. Si, por ejemplo, hablamos de personas, en vez de bueno podemos decir: honrado, leal, sincero, inteligente…; y en vez de bonito: simpático, amable, servicial…; pero lo de barato tiene difícil encaje. Tal vez diríamos, poco exigente, generoso, sencillo… En cualquier caso, hablaríamos de un ideal.
Sea como sea, encontrar a un hombre con todas las cualidades que hemos mencionado…, y que además se lo lleven a casa, será el sueño de cualquier mocita. Y, normalmente, se quedará en simple sueño.
Dicen, los que saben, que los bancos de los parques están habitados por los espectros de miles de jovencitas que se quedaron esperando al hombre ideal, su Príncipe Azul, el de las tres bes.
Paralelamente, en las barras de infinitos bares, quedan las sombras de aquellos jóvenes que, floreando de aquí para allá, no encontraron ninguna chica que les llenara y así se pasaron sus últimos veinte años contándole una y otra vez al paciente camarero los detalles de su vida y de su soledad.
Las parejas que conocemos suelen estar formadas por personas que no reúnen tantas cualidades; es decir, mujeres que, a pesar de que el otro no era bueno del todo, lo aceptaron porque era simpático y tenía una buena profesión. Él, por su parte, se conformó porque ella era sosa, pero muy bonita.
Con todo, hay un juego de equivalencias por el que la simpatía puede sustituir a la belleza, o la bondad a la inteligencia, siempre que las carencias no sean tan escandalosas que resulten inaceptables.
En cierto bar, hablaban dos solteros de mediana edad de sus recientes conquistas. El más joven le decía al otro con un de tono de voz que traslucía el más vivo entusiasmo:
—Conocí anteayer una chica fantástica: simpática, elegante, culta… Unas manos, un cuerpo, unos modales… Y, además, ¡se le ve una bondad natural!
—¿Y de cara?
—Eso sí, ¡carísima!