Por Juan Antonio Fernández Arévalo.
Hay analistas, no tanto historiadores, que encuentran muchas similitudes entre la época actual y la Europa de entreguerras. Yo difiero de esa apreciación, aunque si buscamos razones que la acrediten pudiéramos hallar algún parecido, por más que éste no forme parte de las causalidades esenciales en todo proceso histórico.
En la Europa de entreguerras se desarrollan varios movimientos políticos, sociales y económicos, que hunden sus raíces en ideologías que fueron formándose a partir de las últimas décadas del siglo XVIII (revoluciones americana y francesa, por este orden) y especialmente en el XIX: el liberalismo económico que habría que distinguir claramente del político, al menos en sus efectos; los nacionalismos, cuya deriva no sería uniforme, si bien una de sus consecuencias podría ser el proteccionismo; el marxismo, de clara influencia en las manifestaciones revolucionarias del siglo XX (especialmente la Revolución rusa); y el anarquismo, de tanto influjo en los países del sur de Europa, sobre todo en España.
Será la propia evolución del liberalismo (económico y político) la que alumbrará, con fuerza, la era de un capitalismo moderno y, al mismo tiempo, sentará las bases del sistema democrático, basado en los derechos y las leyes, con la constitución como lex suprema. La Gran Depresión de 1929, ya intuida tras la finalización de la Gran Guerra, pondrá a prueba la raigambre y fortaleza de las democracias. Resistirán, no sin dificultades, Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos de América (esa democracia que esperamos no ver prostituida), mientras en muchos países de la Europa occidental avanzan las soluciones autocráticas (autoritarias o fascistas: Primo de Rivera y Mussolini).
El caso de Alemania merece una mención aparte. El tratado de Versalles, con el que terminó la Primera Guerra Mundial, humilló y empobreció a Alemania hasta límites insostenibles. La República de Weimar parecía una buena solución, aceptada, en principio, por una mayoría de alemanes; pero los problemas de la mutilación territorial y el pago de una deuda exorbitante, impuesto por las potencias vencedoras, agudizado este último durante la gran crisis del 29, tambalearon las estructuras económicas y, en consecuencia, también las sociales y políticas. El hundimiento económico‑social aceleró la deriva nacionalista de un pueblo humillado y allí estaba el partido nacional‑socialista para recoger los frutos de ese sentimiento de frustración nacional. Los “necios”, que eran mayoría, se creyeron las peroratas llenas de odio y sinrazón de un líder enloquecido que enardecía las masas sin alma, prometiéndoles una Alemania imperial, pura y fuerte (¿no os recuerda lo de España una, grande y libre?). Cuando vemos documentales de la época, no nos explicamos muy bien (al menos yo) que un payaso psicópata, ahora sabemos que también gran drogadicto, inculto, fracasado, como Hitler, arrastrase a un país culto hacia el abismo. Pero… ¿hay tanta diferencia en los comienzos de Hitler y Trump? Las soflamas del americano contra los negros, los latinos ‑especialmente mexicanos‑, los inmigrantes y las mujeres se parecen, como una gota de agua a otra, a las del austríaco sobre los judíos, los eslavos o los negros. Distintas causas, sin duda, pero un discurso bastante parecido. Esperemos que la evolución de uno y otro país, de uno y otro personaje, sea bien distinta.
Cartagena, 11-11-16