Esta noche pago yo

23-11-06.
Buenas noches a todos.
‑Enrique, no sabes cómo siento lo de la otra noche.
¡No os podéis imaginar lo que ha pasado!
La otra noche, camino de una fiesta de disfraces, decidí, al pasar frente al café, entrar y ver cómo estaba el ambiente. Yo iba disfrazado de “Mocay” y, al entrar, quedé sorprendido. Al fondo, en el rincón, estaba Enrique vestido con un elegante traje de chaqueta cruzada, chaleco y pajarita. Tenía un vaso de whisky en la mano, y parecía muy concentrado en la lectura de algo.

‑¡Hay que ver lo que son las casualidades! –pensé‑. Hoy que yo, precisamente, voy a una fiesta de disfraces, me encuentro en el café con Enrique, al que también se le ha ocurrido disfrazarse como el más ortodoxo de los profesores.
Y, sin dudarlo, saqué de mi bolsillo‑talega un spray fosforito y, aproximándome a él, decidí mejorar su disfraz.
‑Un poco de color en el pelo vendrá bien para distinguirte desde lejos; en la solapa, una flor bien marcada, otra en la corbata… ‑le iba diciendo mientras lo pringaba con chorros de abundante pintura fucsia.
Enrique, muy sorprendido, levantó la cabeza y me miró con esa forma tan suya que tiene, y que te impide averiguar si está de guasa o encolerizado.
‑Has quedado perfecto. Vayas a donde vayas, te van a dar el premio al mejor disfraz ‑le dije muy convencido‑. Me voy, que tengo mucha prisa.
Pagué al camarero mi café y el whisky, y salí pitando de allí. A lo lejos se oían unas voces confusas que supuse eran las de Enrique, riñendo al camarero por haberme dejado pagar su consumición.
‑¡Que no, Enrique, que esta noche pago yo! ‑le contesté ya en la puerta del café‑. Mañana me cuentas cómo te lo has pasado.
Bueno, pues a la noche siguiente, al volver al café, noté que el camarero tenía cara de póquer.
‑¿Ha ocurrido algo? ‑pregunté.
‑¿Pero cómo se le ocurrió manchar anoche a don Enrique de aquella forma tan horrible? ‑me preguntó a su vez el camarero‑. Él había estado preparando toda la tarde una conferencia que iba a pronunciar en el Círculo de la Amistad ‑empezó a explicarme‑; y, cuando ya había pedido la cuenta, apareció usted como salido del infierno y, sin explicar por qué, lo rocía de pintura de arriba abajo.
‑¡Pero bueno! ¿Entonces, las voces que yo oía eran de queja? ‑le respondí.
‑¿Cómo de queja? Don Enrique parecía un león rugiendo ‑decía el camarero‑. Lo más suave que gritaba era: «¡Cabronazo!; ¿pero qué has hecho?».
‑¡Dios mío! ¡Enrique estaba vestido de forma tan ortodoxa no por embromar a nadie, sino porque realmente iba a dar una conferencia! ‑exclamé, sorprendido-. ¿Joder, y ahora que hago? ‑me preguntaba una y otra vez delante del camarero, sin saber qué hacer.
Pues nada, «A lo hecho, pecho», decía mi abuelo cuando había que afrontar un error. Así que decidí ir a casa de Enrique y, preparado para lo que se me podía venir encima, llamé a su puerta. Nada más abrir le pedí disculpas, le dije que eso pasaba porque yo era muy torpe y que me diera la factura de la tintorería.
«¿Pero esto es un cuento o es de verdad?», os estaréis preguntando.
Esto es rigurosamente verídico. Ocurrió el otro día, cuando Enrique escribió para la página de la Asociación un artículo titulado Día sin alcohol, al que yo di respuesta en el Rincón del Café, con un texto que titulé Cultureta.
Si volvéis a leer un escrito y otro ‑vosotros, que sois inteligentes‑, comprobaréis que esta pequeña historia es cierta; y comprenderéis por qué la empezaba pidiendo disculpas ‑de verdad de la buena‑ a Enrique.
Así que esta noche, café y un chupito de Cazalla para todos, que pago yo.

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