09-11-06.
Este nombre despertaba en mí un cierto sentimiento de hilaridad, motivado sin duda por el cachondeo que la historia de este personaje producía entre los bien afilados dientes de algún sarcástico aprendiz de humorista, del nutrido elenco que entonces militábamos en la Safa. Atentos a sacarle punta a lo más mínimo, la pequeñez del personaje, que tiene que subirse a un sicómoro para poder ver a Jesús, daba pie a burlas inmisericordes y excesivas; pero así estaban las cosas.
Hoy, gracias a un inteligente comentarista, he visto de otra manera al personaje. El comentarista ha sido el padre Justo, un dominico.
Resulta que la ASOCIACIÓN DE DOCENTES JUBILADOS DE ALMERÍA (ADOJAL), a la que pertenezco, celebraba hoy una especie de Asamblea anual, consistente en una misa en la que se recuerda a las bajas que hemos tenido, seguida luego en la Escuela de Hostelería por el clásico vino español que paga de sus fondos propios la Asociación y que, por tanto, cuenta con una nutridísima asistencia. La Iglesia de la Patrona de Almería, la Virgen del Mar, estaba completamente llena de calvas, canas, arrugas, cataratas, achaques y siglos, que una vez fueron -y siguieron siendo toda una vida- maestros y maestras de miles y miles de niños.
A la hora del Evangelio, el padre Justo, que se confiesa también maestro y deseoso de jubilarse para entrar en Adojal, declara que ha elegido para esta misa especial el pasaje de Zaqueo (Lucas 19, 1-10). «¿Y qué tiene que ver?», pensé yo.
«Entró (Jesús) en Jericó y andaba por la ciudad. Había allí un hombre, llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico. Quería ver a Jesús para conocerlo, mas no podía a causa de la gente, porque era pequeño de estatura. Se adelantó y subió a un sicómoro, para poder verlo, porque iba a pasar por allí».
La escena, mutatis mutandis, no puede ser más actual y tiene su aspecto cómico si pensamos que Zaqueo no era un crío, sino un personaje notable. Debió de ser un cuadro ver a este individuo, cuarentón tal vez, pequeñajo, torpón, trepar con sus manitas de enano, agarrándose como podía para engarrancharse a una rama y ver al Profeta que acababa de dar la vista a un ciego. Hay algo emocionante y tierno en esta escena, pero el padre Justo no comentó este aspecto. Habló así:
«Zaqueo no podía ver al Señor, porque era pequeño de estatura y las personas grandes le impedían verlo. Los maestros hemos estado rodeados de niños que tampoco podían ver al Señor, porque otras personas les tapaban; y estos niños, como Zaqueo, han de subirse a un árbol. Nosotros los maestros somos -hemos sido- esos árboles y, aupados en nuestras ramas, los niños pueden ver al Señor y pueden verlo todo. El maestro presta al niño su estatura mental para, desde su altura, abrirle amplios horizontes, a la espera de su propio crecimiento».
Las moralejas pueden ser tediosas e incluso cutres, pero la metáfora del maestro como árbol me ha gustado. Todos hemos llevado a nuestros hijos a hombros en la Cabalgata de los Reyes, o… en las procesiones, para que vieran mejor a la Virgen o al Señor; pero pocos hemos pensado que nuestra labor en la escuela ha sido siempre esa, no con dos o tres hijos, sino con cientos y cientos. ¡Así tenemos la espalda!
De todas formas ya hubiéramos querido muchos de nosotros tener “zaqueos” que treparan, que se esforzaran, que no temieran al ridículo, por tal de ver al Señor o por tal de aprender y ver más lejos.