Vivencias marroquíes

Zifaf en Xauen. Una boda popular
Said hoy sí es feliz: su hermana Rachida, tras un año de preparativos, se casa. Va a ser una boda sencilla, solo durará tres días, pero desproporcionada para sus medios económicos. Música y comida, los principales ingredientes de las bodas marroquíes no van a faltar a sus parientes venidos de los cuatro puntos cardinales de Marruecos y Europa, amigos íntimos y vecinos que generosamente contribuyen con sus humildes casas a albergar a tan numerosa clientela que no cabe materialmente en su casa.

La víspera se ha sacrificado un hermoso becerro de 300 kilos, a cuyo pago ha contribuido toda la familia, 40 pollos y más de 100 kilos de pasteles preparados en pequeñas bolsas que el invitado llevará consigo si no la consume. Aquí no se desperdicia nada. Toda la noche ha sido un ir y venir intenso sorteando a los durmientes que descansan en el duro suelo. La madre, con su larga y vieja chilaba, atiende a todo el mundo y organiza el trabajo que generosamente prestan sus vecinos.
No se escatiman esfuerzos, ni medios. Las alhajas de la familia, las alquiladas, la ayuda económica de toda la familia se van a sumar a esta celebración singular y única en la vida de la novia. Ya se ha pagado la dote, imprescindible en el contrato, unos 1 000 euros que aseguran el matrimonio, y se ha comenzado la tarea de engalanarla, que va a durar todo el día hasta la tarde, que será presentada a todos los presentes ricamente ataviada en una especie de trono bajo un dosel azul.
Antes habrá comida generosa, en la que se consumirá la carne del becerro y los pollos en el tabaq o plato común, sin más utensilios que la mano. Después, la música. Primero seis músicos con sus viejas gorras de plato y sus flautas y tambores que emiten ruidos intensos que sustituyen el alcohol, invitando a la danza. Después serán siete más serios, mezclando lo tradicional, el ‘ud o laúd con el violín, la batería y la dabura, entonando viejas y nuevas canciones de amor. Por último, un tercer grupo, muy joven, sorprende por su dinamismo con sus tambores y largas trompetas, los temibles añufes de las batallas cristianas, en un torbellino desbordante, donde las jóvenes más atrevidas, bajo la mirada vigilante de sus madres, como en España en los años 50, bailan sueltas.
Han sido ocho horas intensas de saltos, risas y miradas furtivas. Mañana será el día central, la boda. Vendrán los adules o notarios coránicos y se firmará el contrato matrimonial con los testigos. Pasada la gran prueba, la virginidad de la novia, será la despedida. Pero mañana será otro día…
Xauen, como todo Marruecos, se debate entre la tradición y la modernidad. Si las novias se atavían con los trajes tradicionales, la tarta, la misma música y hasta los trajes de los invitados anuncian el cambio.
Mientras, cincuenta conversos españoles, alguna ONG y muchos turistas adictos al hachís pupulan por la ciudad, animando sus calles y prestando su presencia a esta ciudad tan singular…
SIDI’ALÍ, IMÁN Y ANFITRIÓN DE CONVERSOS
Sidi ‘Alí es un marroquí atípico que ejerce en la mezquita familiar situada junto a su casa, donde acoge generosamente a todos los conversos españoles que se dan cita en Marruecos, pertenece al Consejo General de Ulemas del Reino y es concejal honorario del Ayuntamiento de Xauen, pero sobre todo es correa de transmisión de las ayudas de los auqaf o donaciones pías que los fieles instituyen para la extensión del Islam.
Su físico nos recuerda más a un árabe que a un bereber y se jacta de ser descendiente del Profeta, lo que repite insistentemente al viajero que pasa por su casa, situada en la vieja medina de Xauen, junto a la Alcazaba recién restaurada, como piedra angular de la ciudad “azul”, fundada por los nazaríes granadinos. Una casa-patio que nos recuerda las viejas mansiones andaluzas, donde todas las dependencias giran en torno a un patio central, prácticamente sin huecos hacia el exterior, con habitaciones abiertas para el descanso y la charla acompasada por el murmullo de la fuente que siempre mana agua del viejo manantial de Ras’ma’, la cabeza del agua que abastece a la ciudad.
Con aportaciones saudíes y libias, ha construido una madraza o escuela en la vieja casa de su madre, en una de las infinitas callejuelas que cruzan Xauen, donde aprenden árabe y corán los conversos españoles. Sidi ‘Alí se siente apóstol que sueña con la reconquista espiritual del Al Ándalus, el paraíso perdido del Islam, que tanto enciende las imaginaciones de los integristas musulmanes y allí, junto a los conversos, se dan también cita los imanes de las mezquitas que ejercen en España y los viejos sufíes con sus atuendos singulares y sus largas barbas, que imprimen un encanto singular al curso con sus recitaciones reiterativas y monótonas del Corán, sus dzkra en honor de Allah y el Profeta y sus charlas espirituales.
En esta barahúnda de personajes atipicos y singulares, Sidi ‘Alí es el alma de todos ellos dando vida al conjunto. Lo mismo acoge al alto dignatario saudí que inspecciona el curso, que al ministro marroquí de asuntos religiosos que clausura las jornadas, que al despitado “yonqui” que acude a su casa embriagado de hachís, que a los sufíes de tariqas o escuelas antagónicas, que a las conversas españolas de anárquicos vestidos, que da órdenes a los criados, organiza la comida, visitas a la montaña o a algún uali o santón cercano, y un largo etc. complejo que le ocupa todo el día, sin contar la atención a su propia familia, mujer y cuatro hijos, que conviven en este embrollo.
Visitar Xauen sin pasar unos momentos por su casa es pasar sin conocer el ser y el estar magrebí. Toda la ciudad le respeta y decir su nombre es garantía para la policía o cualquier ciudadano, que amablemente te conduce a su casa ejerciendo de guía improvisado. Conocerlo es conocer el viejo islam de las generaciones que lo han practicado en su pureza, en la paz de su saludo, en la invocación continua de Allah, sin extremismos, ni apologías extrañas, con una tolerancia exquisita que acoge a todos, incluidos los no musulmanes, como hermanos, gentes del Libro, con los que comparte generosamente albergue y mesa en el tabaq o comida en común. Si alguna vez visitáis Xauen, no olvidéis conocerlo y comprobar in situ la generosidad y la tolerancia del Islam, tan lejana de los prejuicios que tanto se han divulgado y circulan sin fundamento alguno.
El Dzikra, el recuerdo de Allah
El islam es, si podemos decirlo así, una religión muy sencilla, horizontal, sin clero organizado. No necesita de intermediarios y es el mûmin quien se dirige directamente a Allah cinco veces preceptivas, casi siempre individualmente, exceptuado el viernes en la plegaria colectiva y la jutba que el imán dirige a los fieles comentando suras del Corán o acontecimientos políticos. Apenas existen manifestaciones externas de fe colectiva… pero todo tiene su excepción, que sorprende en un culto ayuno de liturgia, con un ritual monótono en posturas reiterativas y ausencia total de instrumentos musicales: son las dzikras de origen sufí, en donde adquiere una enorme importancia la expresión corporal. Cogidos de la mano y formando un corro gigantesco, un torbellino gira y se agiganta acompasado con la voz y ¡oh excepción¡ el tambor, la dabura, con un ruido ensordecedor que alienta y anima a los participantes, que gritan más que rezan el nombre reiterativo de Allah o su sustituto jait ‑¡vivo!, ¡vivo!‑, hasta quedar agotados, espasmódicos, delirantes.
Impresiona enormemente asistir a un Dzikra y es dificil hacerlo porque son muy escasos ‑excepto en los medios sufíes‑, todos nocturnos hasta la madrugada y siempre en honor a un uali o santón que se ha distinguido en la comunidad por sus virtudes y prácticas piadosas.
El 24 de agosto ‑¡ay, San Bartolomé!‑, asistimos a un Dzikra en Xauen. Era en honor de Muley Yacub, imán virtuoso y muy respetado en todo Marruecos. Acudieron algunos parlamentarios y autoridades con sus correspondientes escoltas quienes prestaron un sello multicolor al acto, que comenzó propiamente a partir del îcha, el último salat del día. Primero en filas, después en corros, se saltaba, se gritaban en la vieja mezquita las alabanzas al Profeta y el nombre de Allah ‑jait, ‘vivo’‑ durante horas hasta quedar exhaustos. Después, la comida colectiva en la misma mezquita en unas enormes fuentes, en grupos de doce, auxiliándose de la mano; el cuscús, la comida festiva para terminar el descanso bebiendo todos con un jarro colectivo agua extraída de una enorme cubeta de plástico.
(La separacion de sexos es completa y preceptiva. Nunca las mujeres se mezclan con los hombres. Se sitúan siempre atrás para la práctica del salat, o en espacios especialmente reservados para ellas).
Terminada la comida y tras un breve descanso, se reanuda el Dzikra horas y horas hasta el alba, (hora solar, dos menos que en España), aunque prácticamente sólo quedan los más piadosos y exaltados. Se reza a la voz del almuédano (sustituido por modernos altavoces) el Zhor, el primer salat del día… y a dormir.
Mutatis mutandis me recordaba aquellas piadosas vigilias extraordinarias que alguna vez celebrábamos en el colegio, en concreto de la Inmaculada… “Suban rectas al cielo las flechas de nuestras plegarias”… cuando, formando turnos toda la noche, nos preparábamos para el gran día, o las ya en nuestros tiempos escasas vigilias al Corazón de Jesús, jaculatoria tras jaculatoria, de la edad de hierro de la Safa, tan distante y distinta de la de hoy.
¿Quizás habrá que gritar ¡jait!, ¡jait!, vivo, vivo, para despertarnos de la atonía del materialismo circundante y convencernos de que Dios está vivo?

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