Por Mariano Valcárcel González.
Que te compre quien ten entienda… Es un dicho muy castizo (y castellano) por el cual la sabiduría popular indica que ante lo que no se entiende, en particular lo que se nos presenta como artículo político o doctrinario absoluto a adquirir y admitir, lo mejor es hacer mutis por el foro, no complicarse la vida y aplicar aquello del “con tu pan te lo comas”. Es la mejor forma de evitar calentamientos de cabeza inútiles y situaciones forzadas e incluso a la postre perjudiciales.
Y yo me digo eso del inicio ante los discursos y proclamas enrevesados e inútiles con que nos bombardean cotidianamente y desde todos los ángulos, especialmente contradictorios con los que con anterioridad se lanzaron y que ayer sí valían y hoy ya no. A veces hay quienes aparentan ignorar cuanto de absurdo e inane han emitido, como si nunca hubiesen dicho tales cosas y ahora sí que dicen estas otras; otros hasta se atreven a negar que las proclamasen o dijesen, aunque sean más que evidentes las pruebas de las mismos.
Se aplica aquello, también tan castellano, que “donde dije digo, digo Diego”. Y tan panchos y estirados se quedan. A eso le decíamos antes ser unos caraduras, pero era antes del Siglo de las Mentiras vigente.
Se anatematiza una supuesta subida de impuestos como cosa general, cuando afectaría a una mínima parte de los declarantes del IRPF que superen algo más de cien mil euros anuales de ingresos; son, primero, una mínima parte de los declarantes, porque los que de verdad superan y bastante esa cantidad no declaran este impuesto (son integrantes de complejas sociedades y como tales personas individuales no existen). Pero se etiqueta esto como una brutal y general subida de impuestos, lo cual es manifiesta falacia. El mantra neoliberal de que menos impuestos crea riqueza (cierto, para algunos).
¿Tendremos que creer a quienes dicen laborar por el obrero, cuando se tiran de los pelos si a este se le garantizan ciertos derechos? ¿Es que también esto es lesivo para el interés general…? ¿De quiénes? Así que sacar un dinerillo, chocolate del loro, a los que cobran más es un grandísimo drama y, unido con lo otro, ¿hundirá la economía del país? ¿Me lo cuentas o me lo dices?
Y a quienes se alteran, porque a la Iglesia se le puede pedir razón y compensación por los bienes que no sean meramente de práctica religiosa (o sea, bienes materiales con valor mayor o menor), ¿también con ello velan por los intereses generales que dicen defender?
Chocolate del loro es presentar el capote de patrioterismos a ultranza como señuelo, mientras la política deseada es la de la protección y consolidación, no de la religión, la vida, etc., sino de los grupos de poder económico a los que pertenecen estos políticos, que se escudan en lo anterior como en barrera taurina (si no existen esas barreras les pilla el toro). Hablan del pueblo crédulo como instrumento, no como fin.
Chocolate del loro es decir que se quiere practicar una política social, con los principios programáticos de la acción concreta (como lo escrito arriba), pero que incorpora y adultera la idiotez doctrinaria de los mundillos diversos, de las taifas egoístas e inútiles, de la radical imposición de las diferencias, no ya entre pobres y ricos (que también), sino las de unos ciudadanos frente a los otros, por el mero hecho de nacer en diversas partes del territorio nacional. Crean discriminaciones reales para potenciar meros corralillos de poder, debilitando y repartiendo la totalidad de la finca. Predicadores de la igualdad que, en la práctica, niegan. Absurdos y mentirosos.
La derecha engaña y miente aderezada de principios fundamentales e inamovibles, rancios y estratificados, por los que asegura velar por el pueblo enmarcado en los mismos. Pero ese pueblo no es hacia quien se dirige el vector de la acción económica y política de la derecha. Simplemente es un barniz, como la camisa azul del obrero.
Lanzarse en defensa de una Constitución en la que no creen, y solo -en especial- en cierto articulado que les conviene o define como supuestos patriotas; a la vez que se olvidan de otros contenidos que debieran ser -al menos- igual de importantes, es -en realidad- ciscarse en la ley suprema. Ley devaluada, como devaluadas las instituciones que define.
La izquierda se baña de intenciones de acción social, de cara al bienestar del obrero, pero se carga de sinrazones en cuanto a procurar la estabilidad y seguridad que ese bienestar necesita. Al final, sacrifica la opción posibilista, congruente y realista en aras de teorías emancipatorias, autodeterminaciones y demás engendros de la calentura mental, que -si se analiza correctamente el caso- se ven no ir en beneficio de ese pueblo tan amado, sino -y otra vez- en beneficio de unos pocos, casta política y económica. O sea, los de siempre y los que pretenden serlo. Minorías que se creen selectas. Por eso, deben tener poder, aunque sea el del corralito minúsculo de la finca.
Por acá mismo, de lo mismo; mucha defensa, ahora, de la importancia constitucional (como posible salvaguarda frente a los otros, aunque antes proclamaban la necesidad de acabarla) y también se olvidan a conciencia de articulados que no permiten autodeterminaciones, derechos supuestos sobre los demás, referendos a tutiplén y demás parafernalia del ideal derecho a decidir (exclusivo para solo unos pocos).
En fin, contradicciones, cambios de sentido bruscos y a destiempo, palabras que no valen nada, honor ofendido pero no mostrado, mezclas de elementos contrapuestos por principio y, sobre todo, nula intención de servicio público real y general. Falsedades. Y falta de la hoja de instrucciones clara y precisa que facilite el montaje del mueble nacional, al completo y con todas sus piezas. Por eso, no se deben comprar estas cosas que no se logran entender.
Mala suerte.