Por Mariano Valcárcel González.
—¡Nene, llévale al maestro el dinero de las permanencias!
Mensualmente le pagábamos al maestro por las horas extras que nos dedicaba por las tardes, tras la jornada doble y normal de todos los días. El maestro recibía así una gratificación (que era voluntaria por nuestra parte) por ese trabajo que la administración no le pagaba. En tiempos de pocas vacas (ni gordas ni flacas), eran formas que tenían los docentes de adecentarse el sueldo; había otras, que ahora no es el caso de detallarlas.
Las permanencias eran refuerzos educativos de amplio espectro (como algunos antibióticos), que cada maestro administraba a su albedrío, aunque a veces varios del mismo centro se unieran para, por ejemplo, ir preparando al alumnado para el ingreso en la Secundaria, tan terrible prueba selectiva que hoy día no la superarían ni los que se presentaban a la extinta Selectividad.
Como tales duraron bastantes años, pues yo incluso las llegué a dar, hasta que las direcciones de los colegios (concertados o privados) comprendieron el filón de ingresos que se estaban perdiendo y optaron por organizarlas como actividades extraescolares o complementarias en la práctica, casi obligatorias para todo el alumnado. Hay que aclarar que en la enseñanza pública y en el medio rural apenas se dio este fenómeno, por razones obvias.
Bien; además de nuestra jornada doble, permanecíamos una hora más haciendo deberes las más de las veces o recibiendo lecciones de ampliación. Y sobrevivimos a tal manipulación sin que nuestros cerebros se licuasen; una proeza según se ve.
Porque ahora surge con mucha fuerza el dilema de si deberes para casa sí, que si deberes para casa no, que si son necesarios, que si no lo son, antes bien perjudiciales para las criaturas y su armónico desarrollo, que si pamplinas varias…
En mi práctica docente he visto y oído de todo. Y yo opté por hacer lo que mi criterio pedagógico y decente me dictaba; a saber, que consideré y considero que si una criatura realiza el trabajo exigido en clase, en tiempo y forma, ya tiene bastante y no hay que “castigarla” con más en su tiempo libre, familiar y lúdico. Es lo justo. Pero quien durante la clase, por unas razones u otras, dejó de completar lo planificado, es justo que habrá de completarlo en otro tiempo y lugar, justo y necesario tanto para él o ella como para con sus compañeros. Cuando se niega esta evidencia, tan diáfana, se está entrando en la demolición de la labor educativa (y no únicamente respecto a los contenidos o las destrezas); esta actitud ha hecho, hace y hará mucho daño, a nivel no solo educativo sino social, en nuestro país. No nos extrañemos, pues, de los resultados de esas pruebas internacionales de contraste.
A las criaturas ahora hay quienes no quieren exigirles nada, presionarles, exponerles a pruebas de esfuerzo… Nada. Con extrañas y absurdas teorías pseudopedagógicas, aduciendo que el niño tiene derecho al juego (que es verdad, pero no es exclusivo), a su libertad, ya se niega que se habilite nada que limite lo anterior. Bien es cierto que tan malo es pasarse como no llegar (muy dados somos por acá a extremos) y, por el contrario, muchas veces se les carga con actividades que ocupan casi toda su jornada (deportivas, culturales o meramente que los entretengan nada más), para tenerlos entretenidos y controlados y alejados unas horas del domicilio, en el que puede que a ciertas horas no haya nadie. Mejor que estén entretenidos con algo, que no haciendo nada o, peor, enganchados a internet o en las calles vagando… ¡Peligro!
Me inquirían los padres de algunos alumnos que por qué no les mandaba deberes para la casa… Yo, fiel a lo descrito antes, les contestaba con ese argumentario; mas estaba claro que su intención era tenerlos tranquilos algunas horas. Además, según mi experiencia y criterio, ¿para qué servía ponerles deberes, si luego no se tenía tiempo ni de corregirlos ni de evaluarlos correctamente…? No es mejor maestro, precisamente, el que, por aparentarlo, manda más tareas, si luego eso no sirve para nada pedagógico ni organizativo, a efectos de la praxis diaria.
Me huelo ‑y perdóneseme la mala intención‑ que esto de que los niños no lleven deberes a casa es otra campaña de quienes se quieren evitar cuestiones engorrosas (por ejemplo, tener que explicar los ejercicios que no se comprenden) o que ven cercenadas sus horas de tranquilidad para tener que ocuparse de las necesidades cognitivas de sus hijos. O que no desean tener que dar explicaciones del por qué sus chavales no los hacen. En centros privados o concertados, se ha llegado a verdaderos tinglados muy provechosos económicamente a costa de estas actividades extras y, sin embargo, las familias que allá llevan a sus hijos aceptan de buen grado esa carga sobre los mismos, a sabiendas de que, a cambio, tendrán más horas de tranquilidad en su hogar (o sin necesitar cuidadores); e, incluso, que eluden el peligro de que los niños se queden solos tardes enteras.
La cuestión de fondo es qué queremos para nuestros hijos; y ya se ha dicho que temo no andemos muy acertados en la decisión que tomar, porque cada día constato que se decide lo más fácil, o lo que mola, lo que otros nos indican o a lo que nos inducen en campañas bien orquestadas, sin un leve análisis, sin una evaluación ponderada de las consecuencias que de ello se pudiesen derivar, ya que estamos metidos de lleno “en el reino de la irresponsabilidad general”.