Alfredo Cazabán. Su época y la nuestra

Presentado por Manuel Almagro Chinchilla.

El ilustre ubetense, Alfredo Cazabán Laguna, considerado “cronista oficial” de la provincia de Jaén (fallecido en 1931), con su obra literaria y periodística, es una referencia obligada para Ramón Quesada, en muchos de sus artículos. En esta ocasión, lo enlaza con sucesivos cronistas habidos en la Ciudad de los Cerros y que, igualmente, han dejado constancia de su valiosa labor. No puede faltar nuestro querido profesor, don Juan Pasquau Guerrero, con quien le unió una gran amistad, al mismo tiempo que le profesó cariño y respeto. Don Juan hizo gala de tal relación y no dudó en ser el prologuista de uno de los libros de Ramón: “Úbeda, hombres y nombres”. También resulta interesante precisar que, en la fecha de aparición del presente artículo, en 1971, don Juan se hallaba en plena madurez literaria, ya que su muerte, un tanto prematura, acaeció en 1978, a la edad de sesenta años.

Estoy obligado, por el lazo de la admiración, a glosar, si bien en síntesis, la figura de un gran intelecto ubetense: Alfredo Cazabán. El ilustre escritor, pensador de un profundo talento, al que tanto debe su pueblo y su patria.

Fue Cazabán ‑“el gran ausente”‑ admirado y querido como hombre y como escritor. Sus temas, que salvaban las fronteras del vulgarismo, apasionaban; y sus conversaciones literarias sobre temáticas diferentes, de ingenua austeridad y de honda vocación, eran seguidas, con sincera devoción, por sus paisanos y compatriotas. Este erudito, sensiblemente humano, escribía así hace cuarenta y tantos años:

«Úbeda, para ser Úbeda, consiste en la penumbra de los recodos de sus callejuelas, en los rincones de sus bardales y en los yerbajos que nacen entre las piedras de sus portadas; y es “Úbeda”, el estribillo que cantan los que van, piadosos, tras los faroles gigantescos del Santo Rosario; y es el tintineo de la campanilla del guión de Semana Santa, y el ronco bramido de la caracola, que despierta a los aceituneros en las frías mañanas invernales; y…».

Le cupo la suerte a Cazabán de vivir en una época dorada para las letras de su pueblo. Contemporáneo y paisano de Rafael Gallego Díaz, cronista de Úbeda; de Manuel Muro García, que fue también cronista de la ciudad; de Miguel Ruiz Prieto, eximio historiador, y de tantos otros, que escapan a mi conocimiento, supo forjar y dar a luz, con el valor, la honradez y el trabajo, las más gloriosas páginas de la historia de su pueblo. Trozos de historia oculta que fueron delicada y acertadamente expuestos a la humanidad, sacados del polvoriento baúl de la ignorancia, y demostrando así sus maravillosas dotes de capacidad y de talento.

Alfredo Cazabán tenía que haber sido de nuestros días y, por tanto, cantor de las bellezas de su pueblo actual. Nos hubiera llenado de orgullo haberle leído ahora, cuando las letras ubetenses pasan por la decadencia de escritores varios que las sublimen. Nos hubiera gustado leer mutuamente a Juan Pasquau y a Alfredo Cazabán; tan lejos el uno del otro y, sin embargo, tan ligados entre sí: uno amó su tierra con la pasión que sólo a una minoría está reservada; otro siente continuamente el sabor de los descubrimientos literarios para ponerlos, con ese gran corazón que demuestra en todo, al servicio de su pueblo y de sus lectores. Sí ‑repito‑: los temas, los asuntos y la historia de los hombres y de las cosas de nuestra generación, hubieran tenido en estas dos figuras, casi de la misma tensión estilística, la misma pulcra vigilancia verbal, la misma economía decorosa de la palabra, su material idóneo y transparente.

Hoy, Cazabán, de ser de nuestra generación, nos estaría deleitando, continuamente, con ese gracejo propio que reflejan todos sus escritos. Hoy Alfredo Cazabán diría, en contrasentido de época, algo así:

«Úbeda, para ser Úbeda, consiste en la luz multicolor de sus avenidas y de sus jardines, en la belleza de sus edificios modernos (“aunque ya no cantan los albañiles”, diría Juan Pasquau) llenos de luminosidad; y es Úbeda el trasiego continuo de forasteros que aquí realizan sus compras y descubren la amistad; y es Úbeda la “ciudad de Semana Santa”, que puede presumir de ser una de las más conocidas y visitadas; y es Úbeda el ir y venir, para nuestra comodidad, de los autobuses urbanos, que ponen una simpática nota de color y la hacen más capital; y…».

Pero dejemos así las cosas; dejémoslas como él las puso y las ideó, que bien están; no deseemos imposibles que a nosotros no nos está dado cambiar. Alfredo Cazabán tuvo su gran época dorada y la supo aprovechar, para el bien de todos. Sin caer en determinismos excesivos. ¿No es lícito pensar que fue el primero en su tiempo? Pues bien; no lo olvidemos y sigamos ‑debemos conformarnos‑ degustando el dulzor que emana de sus escritos, aun a conciencia de saberle ausente de esta vida materializada.

(21‑01‑1971).

 

almagromanuel@gmail.com

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