Úbeda y Sevilla, mis preferidas…

 

Llevo tantos años cabalgando estáticamente en esta Plaza Nueva sevillana (desde la década de 1920), habiendo tenido inmenso tiempo de elucubrar sobre mi glorioso pasado (con sus luces y sus sombras); ya casi diluido en el devenir eterno, que me gustaría compartir contigo, en la intimidad de tu hogar, amable lector, mis más íntimos sentimientos por esas dos joyas andaluzas que marcaron sendos hitos en mi devenir personal, conquistador e incluso milagrero, después de mi muerte.
Desde esta altura y bajo el firmamento de la eternidad he llegado a rememorar, una y otra vez, lo que fue mi vida y el regalo que Dios me dio al hacerme rey de esta tierra hispánica en la que moros y cristianos nos batimos en múltiples batallas para que la cruz y el cristianismo reinaran en nuestra piel de toro.


Agradezco las múltiples estatuas dedicadas a mi persona y memoria en nuestro país, aunque me sean más queridas las que hay en Baeza y Sevilla. ¡Qué pena que en Úbeda no se hayan acordado en ese aspecto de mí; aunque sí en otros, como darle nombre a la afamada Corredera de San Fernando por donde transité tras su conquista!
Recapacito el esfuerzo y el tiempo que nos costó conquistar ambas plazas (más Sevilla que Úbeda, lógicamente) y veo ahora como el islam y otras costumbres y religiones profanas van reconquistando -poco a poco- estos y otros territorios (desandando mis logros) sin que nadie ponga ningún tipo de barrera ante tal avance. Hoy casi todo está permitido en estas tierras que tanto quise.


Habrás adivinado ya, conspicuo lector y amigo, que soy el rey castellano Fernando III, al que llamaron después “El Santo”, y que me encuentro momificado en la catedral de Sevilla, cuya urna abren todos los años para admiración y devoción de católicos y sorpresa turística de guiris y curiosos, precisamente en el día de mi fallecimiento: el 30 de mayo.
Cómo no rememorar las primeras consecuencias de la victoria cristiana en las Navas de Tolosa al ser ocupadas Baeza y Úbeda por las tropas cristianas, mientras estas perseguían a los efectivos del ejército almohade, quedando Andalucía abierta a la conquista; y cómo yo me había convertido en señor de los dos personajes enfrentados al poder califal almohade.


La famosa frase (que resume una leyenda) “Por los cerros de Úbeda”, así lo corrobora. En el siglo XII y durante la Reconquista Española, estando mis tropas a punto de atacar Úbeda, en la provincia de Jaén, uno de sus capitanes, desapareció antes de que empezase la batalla y reapareció después de la conquista; cuando se le preguntó en dónde había estado durante toda la lucha, él respondió que se había perdido por los “Cerros de Úbeda”; dicha frase fue tomada irónicamente por cortesanos y soldados y se perpetuó como signo de cobardía; después, se extendió a otros significados diferentes. Conquisté (el 29 de septiembre de 1234; hay quien dice que en 1233) la ciudad de Úbeda, aprovechándome de los enfrentamientos internos entre los señores andalusíes. La conquista de Sevilla tuvo lugar años después, entre agosto de 1247 y el 23 de noviembre de 1248.
Nunca quise que removieran un solo ladrillo de mi amada Giralda ya que hubiesen quedado sepultados en los campos de Sevilla todos los moros y moras que la habitaban. Recuerdo que eran doce las puertas que se entregaron a ricos-hombres y cómo fue mi triunfal entrada en Sevilla, que se produjo el lunes 22 de diciembre de 1248, día en que esta iglesia celebraba la traslación de las reliquias del glorioso san Isidoro, su arzobispo, a la ciudad de León, con tal de asegurarlas de la tiranía y vejación que podían padecer en el dominio mahometano.


Recuerdo el triunfo inenarrable de María Santísima con cuya imagen entré magníficamente en Sevilla, lo que no se me puede olvidar nunca. Y el tremolar en el aire de las banderas vencedoras, llevando arrastrando las vencidas. Estaba colocada en lo supremo, como triunfante, la imagen de Nuestra Señora de los Reyes; por eso, dicté en mi testamento que me enterrasen en su capilla, conservándose aún, tres insignias de este triunfo en la Catedral de Sevilla, lo que me reconforta: la espada desnuda que porté; el pendón del ejército; y las llaves que me entregó el caíd Axataf, en la solemnidad del triunfo. Una, de plata, que hoy se guarda como preciosa reliquia por haber tocado mi mano; otra, de hierro, parecida en mucho a la primera, aunque de menos primores. Y todo ello a pesar de la insaciable voracidad del tiempo.
También me acuerdo la amistad que entablé con Al-Bayyasi, quien me entregó a su hijo primogénito para que lo educase con mi familia y me acompañase en mis conquistas por Andalucía, consiguiendo honores por ello.


Tengo bien grabado mi felicísimo tránsito a la eternidad, en la que me hallo. Era lógico que tanta ocupación, tanto afán, el ningún descanso durante los ocho años continuos que estuve en Andalucía causaran grave alteración en mi salud. Había empezado a reinar a los diez y siete años para morir de hidropesía; siendo un glorioso soldado de Cristo y hasta en el mismo punto de espirar tuve fuerzas para vencer, repitiendo muchas veces: Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo tengo de volver al de la tierra, en mi lecho de muerte. El 7 de febrero de 1671 sería canonizado por el papa Clemente X, reinando en España Carlos II.
Sé que muchos humanos (que bien me quisieron) magnificaron mis virtudes (celo y fe católica inquebrantable, esperanza, misericordia, humildad, liberalidad, magnanimidad…).


Siempre traté de unificar y centralizar la administración de los reinos castellano y leonés, promoví la traducción del Fuero juzgo y establecí el castellano como idioma oficial de sus reinos y de los documentos, en sustitución del latín. Fui amante de la poesía y me esmeré en darle importancia en mi corte a la música y al buen hablar literario. No dudé en ser mecenas de artistas. Agradezco a mi hijo el rey Alfonso X “El Sabio” que fuese un gran literato y que declarase que su saber se lo debía en gran parte a mi interés por que su esmerada instrucción; aunque contraviniera lo que yo había dispuesto en mi testamento: que mi cadáver recibiese sepultura al pie de la imagen de la Virgen de los Reyes, que me regaló mi primo, el rey san Luis de Francia, habiendo ordenado -además- que su sepultura fuera sencilla, sin estatua yacente.
Tengo el honor de ser patrón de Sevilla y de diferentes localidades españolas. Mis dos matrimonios con Beatriz de Suabia (que me dio quince hijos) y Juana de Ponthieu (cinco) me proporcionaron larga y fructuosa descendencia; lo que avala mi terrenal existencia, ahora que ya todo me es tan ajeno y lejano…
Sevilla, 13 de mayo de 2020.
Fernando Sánchez Resa

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