“Los pinares de la sierra”, 196

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

7. El número uno de las notarías.

De no haber ido en compañía de Mercader, hubiera costado trabajo reconocerlo. Llevaba un pantalón de color gris marengo, combinado con una americana azul marino, de cachemir; camisa blanca y pajarita con los colores de la bandera inglesa. Gafas antiguas de montura metálica; cabello engominado; un soberbio Rolex en la muñeca y el aplomo propio de un fedatario público.

Antes de empezar, saludó con la vista a los presentes, y ellos le devolvieron la atención con una leve sonrisa de respeto y admiración. Mercader le entregó un dossier con el logotipo y la dirección de la notaría; lo abrió por la primera página y solicitó el carné de identidad de las partes. Hechas las comprobaciones preceptivas, comenzó la lectura con una frase de santo Tomás de Aquino, que debía de haber aprendido en alguno de los juicios por los que terminó en el talego: “Bonum commune praeminet, bono singulari unius personae” (“El bien común prevalece sobre el particular”). Ni Gálvez ni Barroso, ni por supuesto Elisenda Salarich, entendieron el significado. Cesaron las sonrisas, se hizo el silencio y Roderas continuó la lectura mirando a Mercader, de cuando en cuando, y haciendo anotaciones a lápiz, acompañadas de breves latinajos: “Bona fidem in contractibus considerare aequum est” (“Conviene suponer la buena fe de los contratos”), para demostrar que era un hombre que sabía de casi todo. Al llegar al apartado que hablaba del precio de venta, le preguntó a Gálvez si había recibido el total importe de las parcelas, y éste le entregó el talón para que lo reflejara en la escritura, salvo buen fin.

Ad cautelam ―comentó Roderas, anotando la fecha y el número del talón―. ¿Y el resto del dinero, lo ha cobrado?

―Está aquí ―dijo Fandiño, señalando la bolsa―. ¿Quiere verlo?

Gálvez le dio un codazo con disimulo y le lanzó una mirada preñada de amenazas.

―¿Ese señor quién es? ―preguntó el falso notario—.

―Es un empleado ―respondió Gálvez con una sarcástica sonrisa―, que debería hacer lo que se le manda; pero un día se pasó de la raya y por eso está aquí.

―Pero por mí no se preocupe, señor notario, que mañana vuelvo a Galicia a terminar las obras de un mesón que tengo en Lugo.

―Y eso de los mesones, ¿da dinero? ―se interesó Mercader—.

―Hombre, no crea ―respondió Fandiño―. Yo porque saqué un dinerillo extra, y lo voy a montar con una chica, muy trabajadora, que conocí en El Apolo. Ya debería estar allí, pero hasta que no terminemos con la escritura no puedo moverme de Barcelona.

―Y ¿a usted no le interesaría un socio capitalista? ―preguntó Mercader—.

―Señores ―cortó Roderas―, ¿para qué estamos aquí; para elevar a pública una compraventa o para una “affectio societatis”? Por favor terminemos el acto y, si tienen intención de constituir una sociedad, pasen por la notaría.

Su voz sonaba firme, sin titubeos. Tanto el matrimonio Barroso como el señor Gálvez lo escuchaban con enorme deferencia, convencidos de que tenían ante sí una lumbrera de la notaría, como se ocupó de proclamar Mercader ante el artificial bochorno de Roderas, que no pudo resistirse a presumir de erudición.

―Querido Mercader (como dijo Shakespeare), “La reputación es una atribución, vana y falsa, que se gana sin mérito y se pierde sin motivo”. En fin, señores, ¿alguna otra pregunta? Si necesitan cualquier aclaración, ahora es el momento. Los notarios no solo estamos para dar fe, sino para aclarar dudas y aportar soluciones.

―Pero, ¿qué dudas vamos a tener si lo ha explicado todo tan claro? ―respondió Barroso, mirando a su esposa―. ¿Verdad cariño?

―¿Por qué no le preguntas lo del hotel? ―respondió Elisenda—.

roan82@gmail.com

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