II.- Un estudiante que trabaja

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

Hubiera ido a saludar al profesor, pero no me apetecía aguantar sus reproches y las comprometidas preguntas que me haría. O sea, que pedí un café, encendí un cigarrillo, y me puse a pensar que a los profes se les da muy bien aconsejar, decir que tenemos que estudiar mucho y esforzarnos en cada asignatura, pero ellos no se aplican el cuento.

Con esa maliciosa forma de ser, tan propia de las clases oprimidas, me había preguntado cientos de veces por qué estaba de moda hacer los trabajos en equipo. Yo mismo me daba la respuesta: si en una clase de ochenta alumnos, cada uno tuviera que hacer un trabajo, el profesor debería corregir los ochenta trabajos. ¿Vale? En cambio, con equipos de cinco alumnos, solo tiene que corregir dieciséis y se ahorra el ochenta por ciento del trabajo. O sea; sesenta y cuatro trabajos a veinte folios de media, son casi mil trescientos folios que deja de leer. Cómo cambia la cosa, ¿no? A la media hora vi llegar a mi amigo con cara de preocupación.

─¡Jo, macho! Vaya rato que me has hecho pasar.

─¿Por qué? ─pregunté con extrañeza—.

─Pues porque ha vuelto a preguntar que dónde estabas y le ha molestado que no te presentaras, ni siquiera, a entregar el trabajo.

─Pero tú, que eres un tío de recursos, no te habrás quedado mudo. ¿O sí? A ver, ¿qué cuento le has contado?

─Le he dicho que habíamos quedado en vernos hoy, pero que anoche me llamaste llorando para decirme que tu madre se estaba muriendo.

─Joder, tío, cómo te pasas. Podrías haberle dicho otra cosa menos seria, ¿no?

─Hombre, había pensado decirle que estabas con pulmonía, pero en el mes de junio, con este calor, no se lo habría tragado.

─Bueno, vámonos; no vaya a ser que pase por aquí, me vea y descubra el enredo.

No volví a preocuparme del asunto hasta la primera semana de julio, que pusieron las notas en el tablón de anuncios. Llamé a Carlos, no estaba en casa y le dije a su madre que me dijera alguna cosa aquella misma noche. A eso de las once y media sonó el teléfono y no le dejé ni que me saludara.

―¿Qué? ¿Cuándo podemos solicitar el título?

―¡Nos han suspendido!

―Carlitos, no me jodas. Hay cosas que no se pueden tomar a broma.

―No es una broma. El tío se ha dado cuenta de que habíamos copiado el trabajo, y nos ha puesto un cero.

―¿Un cero? Y ahora, ¿qué hago yo? Porque con un cero ya no aprobamos ni en septiembre. ¿Cómo habéis sido tan irresponsables? Tendremos que hacer algo, ¿no?

―Hemos ido a verle, le hemos pedido perdón, nos ha puesto un trabajo para este verano, y se ha quedado tan tranquilo. No te preocupes, de verdad.

―Bueno, espero que esta ocasión demostréis más sentido común que en la anterior. Parece mentira. Tan listos que os creéis y os pillan copiando como a unos pardillos. Es que lo estoy diciendo y no me lo creo.

No volví a preocuparme del asunto hasta que llegó septiembre, y le pregunté a Carlos que cuándo se sabrían las notas de la asignatura.

―Dice que las tendrá listas en la tercera semana.

―Vale, tío. No hace falta que te diga que me llames en cuanto las sepas. Y espero que esta vez no hayáis hecho ninguna tontería. ¿Vale?

―Que no, hombre, que no. Quédate tranquilo que hemos hablado con él un par de veces, y está muy contento con nosotros.

―No sé si fiarme de lo que dices.

―Quédate tranquilo, que esta vez no hay ningún problema.

En vista de que estábamos a finales de mes y no abría la boca, volví a llamarlo por teléfono.

―Bueno, Carlitos, ¿qué esperas para darme la alegría?

―¿Alegría? Sí, menuda alegría.

―¿Qué ha pasado ahora?

―Que el hijo de su madre nos ha vuelto a suspender.

―Pero, ¿no me decías que estaba tan contento con vosotros?

―Pues claro, pero cuando fuimos a verle se puso como una fiera. Nos dijo que cómo teníamos la cara de protestar después de haber copiado el trabajo. Respondimos que cuando en verano fuimos a verle le había gustado mucho el trabajo nuevo y prometió aprobarnos; pero el tío se puso burro y nos dijo que lo hizo porque no se acordaba de que habíamos tratado de engañarle.

―Joder, tío. Eso me pasa por fiarme de cualquiera. Sois unos pardillos y unos irresponsables. Y ¿ahora qué coño hago?

―Nosotros ya nos hemos matriculado para el año que viene.

Con resignación franciscana y armado de paciencia, fui a matricularme al día siguiente.

―Señorita, Psicología Diferencial.

―Dígame su nombre, por favor.

―Dionisio Rodríguez Mejías.

Miró el fichero y buscó la papeleta con mi nombre.

―Está usted aprobado, con notable.

―¿Está segura? Mírelo bien, que no haya confusiones.

Sacó la papeleta del fichero y me la entregó. Efectivamente; me habían puesto un notable. Por error, pero un notable.

La secretaria debió de pensar que algo raro sucedía y me preguntó que por qué intentaba matricularme si había sacado tan buena nota. ¡Vaya apuro! Traté de disimular como pude, y conseguí escapar con mi papeleta y mi notable. Aún recuerdo la cara que puso Carlitos cuando vio la papeleta. Y es que la divina providencia siente una especial predilección por sus hijos más indefensos y desprotegidos, como yo.

Barcelona, 6 de junio de 2017.

roan82@gmail.com

Deja una respuesta