Mal consejero

Por Mariano Valcárcel González.

Vivimos y convivimos con mejor o peor suerte, en mejores o peores circunstancias, y muchas veces lo hacemos tan en rutina que no nos damos cuenta de la importancia que tienen ciertas cosas, ciertas situaciones. Esas minucias que parecen no tener entidad ni valor, pero que, si nos detenemos a pensarlas (o revivirlas), nos daremos cuenta del sentido que tenían y de su verdadera calidad.

Me viene al caletre tal reflexión, a tenor de la siguiente historia.

Ejerciendo mi oficio en el área de los adultos (por unos años pasé a este sector de la enseñanza), tenía que impartir clases para la obtención del entonces todavía graduado escolar, que muchas personas no tenían al no haber acabado la EGB (e incluso la Primaria anterior). El horario fuerte era el de tarde‑noche al que acudían trabajadores y trabajadoras. Confieso que era en el que más a gusto me sentía. Yo me hacía cargo del área de sociales y lengua española.

Insté a mi esposa, que ya estaba más descargada del cuidado de las hijas, a que se apuntase a estas clases, cosa que, tras dudar, aceptó. Nuestro criterio fue siempre que era una alumna más del grupo con sus derechos y obligaciones y puedo jurar que así lo cumplimos a rajatabla. No faltaron ciertas reticencias iniciales por parte de algún alumno (ya se entiende en qué términos), pero la conducta por parte de ella y por la mía, en el día a día, desmintió cualquier recelo. Mi mujer acudía todos los días ‑sin faltar a las clases‑ sola, porque yo ya llevaba varias horas en el centro con otros turnos, lloviera o tronara; hacía sus ejercicios allí o los llevaba a la casa y los presentaba en su momento; preguntaba si era menester e incluso me apretaba las clavijas cuando le parecía bien (sin el posible reparo de otros alumnos), si creía que yo no me había explicado con claridad.

Las compañeras y los compañeros, como es natural, la utilizaban para pasarme mensajes que a ellos les resultaban algo difíciles de decirme a la cara, como la extensión de los trabajos o de ciertas explicaciones, su claridad, la adecuación ‑o no‑ a sus capacidades y a sus horarios disponibles, los problemas de conducta de ciertas personas o los que tenían con otros maestros… Así, la relación en realidad era más fluida y se evitaron siempre malentendidos y fricciones.

A mi mujer la siguen saludando con cariño cuando se encuentran con ella.

Pues esta forma de entender y de practicar las obligaciones de uno y de otra, con toda la decencia del mundo, era entendida muy al revés por cierta parte de los supuestos compañeros de trabajo. Uno, en concreto, que compartía las clases del mismo grupo con otras áreas, no se cortaba siempre en comprometer a mi mujer; sí, su tema preferido ‑y en voz alta lo declaraba ante los asistentes‑ era el decirle a ella que para qué asistía todos los días (en especial si la noche venía con frío o con lluvia), si era la mujer del maestro y ya estaba aprobada; eso sí, acompañándose de carcajada del tipo esto que estoy diciendo no tiene importancia porque se da por hecho… Y así una y otra vez, en todo el curso, dejando caer la insidia (peor la que se deja caer aparentando simpleza) para ver si lograba que el resto de los compañeros de clase picasen el anzuelo y se provocase una situación insoportable entre ellos, ella y yo. Y los dos quedásemos, con razón, en entredicho.

Vuelvo a repetir que el sujeto (y otros) no lo entendían, ni querían entenderlo; que todavía quedaban personas con cierta decencia.

La contradicción les llegó pronto. Había que elegir delegado o delegada de clase, para el consejo de centro, y a mi mujer le insistieron una y otra vez sus compañeros que se presentase. Nadie lo haría. Ella me consultó y mi respuesta fue que, como alumna, tenía todo el derecho a hacerlo, si quería y entendía que sería respaldada por los demás; y que yo no me iba a meter en ese asunto. Lo cierto es que la dirección no quería que eso se produjese; tan acostumbrados estaban a tener siempre a quienes eran de su cuerda y no les podían representar molestia alguna. Mi mujer se presentó.

El compañero de marras no cejó en mostrarnos su disconformidad, ahora aduciendo que el tema era algo deshonesto. Vamos, que mi mujer, por serlo, no podía ejercer de su libertad para ser candidata; y los alumnos, de su libertad de votarla. Cosas de quienes se dicen muy demócratas y tolerantes… cuando no les representas un estorbo en sus planes. Si la conducta de ella, durante los meses anteriores, hubiese sido, en efecto, la que le aconsejaba el sujeto, estaría más que admitida cierta duda en su proceder honesto y en el grado de fiabilidad y representatividad que podría presentar ante los demás. Si hubiese procedido como se suponía (procedió la mujer del otro, que así lo declaraba también, como ejemplo), su credibilidad hubiese sido nula. Esto lo entendieron perfectamente unos y otros. Unos dándole su confianza y votándola; los otros teniendo que admitirla en el consejo muy a su pesar. Y así yo, que estaba vetado, me enteraba de primera mano de lo que se tramaba o se pretendía en la dirección.

La historieta ha venido de la reflexión sobre la maldad y la indecencia que se puede tener, aparentando que no se tiene intención de… que son simplezas o tontunadas, cuando se dicen y se repiten cuestiones que pueden dañar ‑o eso pretenden‑ la reputación del otro; cuando se le trata de dejar en evidencia; cuando, maniobrando así, como quien no quiere la cosa, lo que se intenta es que el otro pique el anzuelo y se despeñe entre sus propios errores inducidos. Hay que huir de estos sujetos que enfangan todo lo que les rodea, como fieles soplagaitas y tiralevitas (para que les dejen recoger las migajas del favor del poderoso).

 

marianovalcarcel51@gmail.com

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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