Culinaria de la pintada, 01

No hace mucho, en el receso de unas jornadas de interés gastronómico, comentaba con unos colegas acerca de las escasas elaboraciones culinarias basadas en el ave pintada que se encuentran en los restaurantes nacionales. De entre los que allí estábamos, nadie recordaba ningún establecimiento que incluyera a la numida entre sus platos, y las razones que se barajaron para comprender, o justificar, tal ausencia fueron de lo más variado.

Para mí la cuestión es sencilla: moda. En España, la pintada no está, ni ha estado, de moda. Y es que, esto de la moda ‑tendencias, corrientes, o como quieran ustedes calificar‑ no es un fenómeno del que el mundo culinario pueda abstraerse. A las pruebas me remito.

Ernesto Osoro Gorrotxategi
Profesor de cocina en el IES San Fernando (Badajoz)

Hasta hace poco tiempo, las amas de casa que tenían que hacer filigranas para poder llenar la olla los últimos días del mes, sabían de las posibilidades que ofrecían las carrilleras de cerdo o de ternera, las presas de entraña, y demás secretos, lagartos y plumas; y, más por sus precios inferiores a los de otras piezas más cotizadas en aquellos días que por su reconocimiento gastronómico, la gente con menos recursos económicos disfrutaba de una serie de productos cárnicos que ni el más vidente podía predecir que llegarían a ser cotizados como lo son en la actualidad. Algo parecido ocurre con el pulpo y con el atún rojo. Si tienen ocasión de asistir al ronqueo o despiece del atún ‑algo que se podría comparar con la matanza y despiece del cochino‑, podrán conocer diferentes piezas que hasta hace muy poco tiempo estaban reservadas ‑algunas de ellas como subproductos‑ a las personas del ámbito de los almadraberos. Quienes no estaban relacionados con ese mundo y se acercaban a los mercados a comprar atún, desconocían que las palabras morrillo, mormo, parpatana, tarantelo, descargamento, espineta, galeta, etc., serían, algún tiempo más tarde, sinónimo de alta gastronomía y, por lo tanto, alto precio, porque alguien con repercusión mediática había reconocido sus bondades. Nuevamente la moda.

Nadie vaya a pensar que uno está en contra de los cambios, de las nuevas propuestas, de la innovación o de la creación, y que se niega a reconocer las bondades de aquellas materias primas que, por una razón u otra ‑en su momento‑, no se apreciaron lo suficiente. Lo que ocurre es que estar a la moda, además de ubicarte en lo nuevo, en lo fresco, tiene un lado perverso que hace que quienes se someten a la misma corren el riesgo de pertenecer a un todo que, por uniforme, por repetitivo, les puede hacer perder identidad, personalidad.

Y así ocurría, paradójicamente, hace algunos años, cuando se empezaba a hablar de “cocina de autor”; y fueras al restaurante que fueras, te encontrabas con que el cocinero o la cocinera eran el autor o la autora del omnipresente “crêpe de txangurro” y de un pudin ‑el término pastel se dejaba para las elaboraciones dulces‑, que siempre se aseguraba que era de cabracho, pagases por él lo que pagases. Era el comienzo de la “Nueva cocina vasca” y había que estar en la onda, a la moda (fig. 125).

 

De esa guisa anduvimos capeando el temporal hasta que nos cayó la de los “carpaccios” y “coulises”, crujientes de todo tipo y gazpachos a discreción, donde el perpetuo tomate fue desbancado por cerezas, fresas y otras. Y, cuando nos recuperamos, nos atropellaron las mil y una vinagretas, de las que, sin excepción, el concepto emulsión había sido desterrado.

Después, como era de esperar, apareció la siguiente colección, y por la pasarela comenzaron a desfilar las propuestas de un nuevo genio gerundense que fue imitado hasta la saciedad. Esta vez, quien estaba a la moda no podía dejar de ofrecer espumas, caviar de qué sé yo, gelatinas calientes, algo cocinado a baja temperatura o las declinaciones de…, que no era otra cosa que hartar al comensal de una misma materia prima a la que se le aplicaban diferentes técnicas culinarias.

Y, lejos de recapitular, se siguió con el tomate “raf” ‑descubrimiento de una variedad que se lleva produciendo desde hace más de 25 años en tierras de Almería, y cuyo nombre es la abreviatura de “resistente a fusarium (‘extenso género de hongos filamentosos ampliamente distribuido en el suelo y en asociación con plantas’)”‑, con los “sushis” (‘plato de origen japonés con base en arroz cocido adobado con vinagre de arroz, azúcar, sal y otros ingredientes’), “tartares” (‘preparación de carne o pescado crudo picado fino, opcionalmente con condimentos o salsas’) y “tatakis” (‘carne o pescado convenientemente fileteados y marinados ligeramente en vinagre y jengibre, asados brevemente en una llama o sartén), envueltos en nubes y velos, y custodiados por Don Pedro Ximénez, reducido y embalsamado por un vinagre italiano ‑recuérdese que de las tres DOP (‘denominación de origen protegida’) de vinagres europeos, dos son españolas‑, ante la presencia de Boletus (‘género de hongos, que incluye más de cien especies’) ‑no importa si edulis o aereus‑ y “foies” (‘grasas de hígado’), para llegar a la pareja que en la actualidad deslumbra con su fulgor: el guisante lágrima y la gamba roja de Denia. Y, ¿de postre?; de postre semifrío de…, o “coulant” (‘bizcocho’) de chocolate, sí o sí (fig. 126).

 

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