Jaque mate al diálogo en dos “nivolas” de Unamuno, 07

Las partidas de ajedrez en La novela de Don Sandalio, jugador de ajedrez.

En el Prólogo a la novela, Unamuno escribe:

«No hace mucho recibí carta de un lector para mí desconocido, y luego parte de una correspondencia (21 cartas en total) que tuvo con un amigo suyo (sabremos que se llama Felipe) en donde le contaba el conocimiento que hizo con un Don Sandalio, jugador de ajedrez, y le trazaba las características del Don Sandalio».

¿Qué es lo que cuenta en sus cartas el amigo del lector desconocido o “epistolero”, como lo llama Unamuno? Pues, sencillamente, que, huyendo de “la tontería humana”, ese epistolero se refugió en un pueblo lejano y aislado. Con el paso de tiempo y tras haber hallado la paz, se fue al casino del pueblo con el deseo de reanudar la vida social. Allá se sintió, enseguida, atraído por la misteriosa personalidad de un silencioso jugador de ajedrez, llamado Don Sandalio. Logra jugar con él e, interesándose en la enigmática personalidad de Don Sandalio, se pone a imaginarlo, a inventar su vida. Un día, Don Sandalio no vuelve al casino. Pronto sabrá que lo han encarcelado y que ha muerto en la cárcel.

 

He aquí las cartas en donde se alude al ajedrez:

«Carta IV

Empiezo a conocer a los socios del casino, a mis consocios —pues me he hecho hacer socio aunque transeúnte—, claro es de vista. Y me entretengo en irme figurando lo que estarán pensando, naturalmente que mientras que se callan, porque en cuanto dicen algo ya no es posible figurarme lo que pueden pensar. Así es que en mi oficio de mirón prefiero mirar las partidas de tresillo a mirar las de mus, pues en éstas hablan demasiado. Todo ese barullo de «¡Envido!, ¡Quiero!, ¡Cinco más!, ¡Diez más!, ¡Órdago!», me entretiene un rato, pero luego me cansa. El «¡Órdago!», que parece es palabra vascuence, que quiere decir… ‘¡ahí está!’, me divierte bastante, sobre todo cuando se lo lanza el uno al otro en ademán de gallito de pelea.

Me atraen más las partidas de ajedrez, pues ya sabes que en mis mocedades di en ese vicio solitario de dos en compañía. Si es que eso es compañía. Pero aquí, en este casino, no todas las partidas de ajedrez son silenciosas, ni de soledad de dos en compañía, sino que suele formarse un grupo con los mirones, y estos discuten las jugadas con los jugadores, y hasta meten mano en el tablero. Hay, sobre todo, una partida entre un ingeniero de montes y un magistrado jubilado, que debía padecer de la vejiga; estaba inquieto y desosegado, y como le dijeron que se fuese al urinario, manifestó que no se iba solo, sino con el ingeniero, por temor de que, entretanto, éste no le cambiase la posición de las piezas; así es como se fueron los dos, el magistrado a evacuar aguas menores, y el ingeniero a escoltarle; y, entretanto, los mirones alteraron toda la composición del juego.

Carta VI

¡Por fin, ayer! No pude más. Llegó Don Sandalio al casino, a su hora de siempre, cronométricamente, muy temprano; tomó su café de prisa y corriendo, se sentó en su mesita de ajedrez, requirió las piezas, las colocó en orden de batalla y se quedó esperando al compañero. El cual no llegaba. Y Don Sandalio… con cara de cierta angustia y mirando al vacío. Me daba pena. Tanta pena me daba, que no pude contenerme, y me acerqué a él:

—Por lo visto, su compañero no viene hoy —le dije—.

—Así parece —me contestó—.

—Pues si así le place, y hasta que él llegue, puedo yo hacerle la partida. No soy un gran jugador, pero le he visto jugar y creo que no se aburrirá usted con mi juego…

—Gracias —agregó—.

Creí que iba a rechazarme, en espera de su acostumbrado compañero, pero no lo hizo. Aceptó mi oferta y ni me preguntó, por supuesto, quién era yo. Era como si yo no existiese en realidad, y como persona distinta de él, para él mismo. Pero él sí que existía para mí… Digo… me lo figuro. Apenas si se dignó mirarme; miraba al tablero. Para Don Sandalio, los peones, alfiles, caballos, torres, reinas y reyes del ajedrez tienen más alma que las personas que los manejan. Y acaso tenga razón.

Juega bastante bien, con seguridad, sin demasiada lentitud, sin discutir ni volver las jugadas, no se le oye más que: «Jaque». Juega, te escribí el otro día, como quien cumple un servicio religioso. Pero no… mejor, como quien crea silenciosa música religiosa. Su juego es musical. […]

Me ganó, y no porque juegue mejor que yo, sino porque no hacía más que jugar mientras yo me distraía en observarle. No sé por qué se me figura que no debe de ser hombre muy inteligente, pero que pone toda su inteligencia… mejor, toda su alma, en el juego.

Cuando di por terminado éste ‑pues él no se cansa de jugar‑, después de unas cuantas partidas, le dije:

—¿Qué es lo que le habrá pasado a su compañero?

—No lo sé —me contestó—.

Ni parecía importarle saberlo.

[…]

Carta VIII

Le observo a Don Sandalio alguna preocupación. Debe de ser por su salud, pues se le nota que respira con dificultad. A las veces, se ve que ahoga una queja. Pero ¿quién se atreve a decirle nada? Hasta que le dio una especie de vahído.

—Si usted quiere, lo dejaremos… —le dije—.

—No, no —me respondió—; por mí, no.

«Jugador heroico», pensé. Pero poco después agregué:

—¿Por qué no se queda usted unos días en casa?

—¿En casa? —me dijo—, ¡sería peor!

Y creo, en efecto, que le sería peor quedarse en casa. ¿En casa? ¿Y qué es su casa? ¿Qué hay en ella? ¿Quién vive en ella?

Abrevié las partidas, pretextando cualquier cosa, y le dejé con un: «¡Que usted se alivie, Don Sandalio!». «Gracias», me contestó. Y no añadió mi nombre porque de seguro no lo sabe.

[…]

Carta X

Ha vuelto Don Sandalio, ha vuelto al casino, ha vuelto al ajedrez. Y ha vuelto el mismo, el mío, el que yo conocía, y como si no le hubiese pasado nada.

—¡He sentido mucho su desgracia, Don Sandalio! —le he dicho, mintiéndole—.

—Gracias, muchas gracias! —me ha respondido—.

Y se ha puesto a jugar. Y como si no hubiese pasado nada en su casa, en su otra vida. Pero ¿tiene otra?

He dado en pensar que, en rigor, ni él existe para mí ni yo para él. Y, sin embargo…

Al acabar las partidas me he ido a la playa, pero preocupado con una idea que te ha de parecer, de seguro, pues te conozco, absurda, y es la de qué seré, cómo seré yo para Don Sandalio. ¿Qué pensará de mí? ¿Cómo seré yo para él? ¿Quién seré yo para él?

Carta XI

Hoy no sé, querido Felipe, qué demonio tonto me ha tentado, que se me ha ocurrido proponerle a Don Sandalio la solución de un problema de ajedrez.

—¿Problemas? —me ha dicho—. No me interesan los problemas. Basta con los que el juego mismo nos ofrece, sin ir más a buscarlos.

Es la vez que le he oído más palabras seguidas a mi Don Sandalio, pero ¡qué palabras! Ninguno de los mirones del casino las habría comprendido como yo. A pesar de lo cual, me he ido luego a la playa a buscar los problemas que se me antoja que proponen las olas del mar».

***

antonio.larapozuelo@unil.ch

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