«Serve nequam», 1

28-03-2010.
¡Cómo le roía a Burguillos ese negativismo! Lo plasmó en una oración. Porque más le despedazaba que cualquier otra ruindad de su vida moral. Este no repartirse, esta falta de entrega, lo consideraba como una deslealtad con la vida, un grave pecado vital contra ella y contra aquellos a los que se debió y tanto amó.

La oración del siervo inútil
Sin darme cuenta se me hizo de noche… Y el sol de mi ideal me apareció roto entre las manos. Improrrogable había llegado la hora. Había que abandonar la besana y rendir cuentas.
Señor, aquí estoy. No me mires las manos… Enterré tu talento. Escatimé la simiente que me entregaste. Y no vertí con ella el corazón. Y sembrador que, al sembrar su trigo, no arroja con él su propio corazón, mal sembrador es.
Si para mi tranquilidad pudiera aducir la flojera del terreno… Pero es que cada chico era un huerto fecundo para sembrar y sembrar hasta romperme los brazos.
Yo, que desde niño había admirado el milagro del trigo y del pan, me hice el roncero y no asimilé que si el grano de trigo no se pudre en el surco, no hay pan en la mesa.
Cierto, Señor, nunca levanté la mano ni la voz a mis muchachos. Y les proporcionaba educación y bienestar elementales. Pero ¡cuántos compromisos e ideales pude haber semillado en los surcos ávidos de su juventud! Y engañaba sus hambres con palabras sonoras, huecas. Sin el aguijón de la inquietud.
Con qué gozo, de haberme sembrado entre ellos, hoy te diría: «Maestro, mira mis manos, están limpias, encallecidas. He sembrado tu Evangelio a boca de costal, oportune et importune. Ni voz ni salud me quedan. Todo lo vacié en la sementera. Y con el pan de mi cosecha se han nutrido mis discípulos».
Pero, ¡ay de mí!, serve nequam. Aterido en el desamparo, sólo misericordias puedo suplicarte. Acoge el llanto con que riego la tierra a la que hurté sudor y entusiasmo. Amén.
Ya era abril. Lo cantaban codiciosos e incansables sus pájaros y las flores de la terraza… El sol lo invadía y animaba todo. Hasta el último escondrijo de sus adentros. Apasionante, la vida. Plácida y serena, la vejez. Lástima que sean tan cortas y vulnerables.
Cada tarde, se derramaba Burguillos por sus amados caminos camperos, de espaldas a la ciudad. Y siempre había un rato para conectar íntimamente con la Naturaleza y el azul que la cobija.
Entonces musitaba: «Padre nuestro que estás en el cielo… ¿Por qué no bajas a pasear conmigo esta tarde? Me harías tanto bien… Que tenemos que hablar de muchas cosas, / compañero del alma, compañero… Danos hoy nuestro pan… Nuestro anhelo de vivir, amar, crecer… Nuestro soplo de fe, y nuestro libro de cada día. Perdona… Sé benévolo. Pues yo nunca he sabido cuánto en mis pecados hubo de maldad y cuánto de flojera connatural».
Laudatorios, se lo comentaron a Burguillos algunos de sus profesores. Sabían que había de halagarle: Jesusín había encallado en el corazón de una niña serena, hermosa e inteligente. ¡Bendito el primer amor! ¡Cómo hubiera gozado de confidente y mentor!
Tiempo adelante… En la calle… Fue el cuatro de junio. Sereno y relajado volvía Burguillos de su paseo vespertino. Una pareja más le cruzó desapercibida. Pero súbito, algo le repicó muy adentro como una esquila de plata. «¡Jesús! ¡Jesús!». Y uno ochenta y tantos centímetros de Jesusín se le vinieron encima. Y le abrazó. Fino, guapo, vital. Los ojos de siempre. Vivo, despierto, comunicativo. Maquinalmente saludó a Jennifer. Ni de darles la propina se dio cuenta. Fue todo tan de sorpresa que después le costaba recordar datos. ¿Cómo iba vestido? Sus manos ¿cómo eran?, ¿cómo las movía? Peinado normal, y no llevaba nada en las orejas. Tan imantado le tenía que a Jennifer apenas la vio. Se quedó con la idea de que aún era receptivo. Y que sus sugerencias le hacían mella. Y que una hora le hubiera bastado para inquietarlo y echarle un chorro de luz en su camino. Fue un domingo. En el atardecer…
El cinco de noviembre, Alberto cumplió once años. Se fue de la casa con cuatro. El primer año de ausencia aún lo veía y hablaba con él…Siempre le preguntaba, molesto, por qué no iba a vivir con ellos: «Te dejo mi cama», decía angelical. Después, nunca más volvió a verlo. Era un niño muy rico: hermoso, inteligente y muy personal. Lo quería mucho. Y Burguillos, aun sin imagen, seguía adorándolo.

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