Solapa
Siete días, como todas las otras semanas, sol o lluvias, paz o guerra… Pero siempre es la Semana Mayor del año. Por ella fluye un pulso distinto, anhelante.
La gente, todas las gentes, esperan la Semana Santa desde balcones diferentes. Las jóvenes en traje nuevo y con mantilla. Los mozos con perspectivas de diversión y amistades. Las beatas hacen su agosto de vía crucis y misereres… Oran y trabajan los ministros de Dios. Y todos mojamos un poco la vida, en la Semana Santa, como espectáculo y conmemoración.
El espectáculo, es la nota, la apostilla humana al drama divino. Y verdaderamente es un bravo espectáculo, dentro y fuera de la liturgia. El arte, en su pluralidad cuantiosa de modos, la naturaleza en sus criaturas, todo se ha concitado para el concierto de la conmemoración. Música, salmos, saetas, tallas, procesiones, luces… Todo para enaltecer el aniversario de las bodas de amos y de sangre entre el cielo y la tierra… Todo recordando aquella semana trágica de hace dos mil años.
Desde tanto tiempo no es extraño que sobre la esencia del acontecimiento parasite la anécdota, la rutina… Pero la conmemoración del hecho ahí está, sin mixtificaciones legendarias. Si se vendan los ojos con la fe y se extienden las manos, ahí está el pobre Cristo, sangrante, frescas las heridas. No es mascarilla, prodigios de maquillaje litúrgico. Es el mismo Cristo del Calvario. Y Judas y los fariseos y el Sanedrín y Poncio… también seguimos vivos, reales. Y un poco después Cristo resucita en apoteosis mañanera para todos los hombres.
Es el tiempo del júbilo Santo; aunque la mayoría de los hombres adelantamos las aleluyas pascuales dentro de la Semana Santa.
El dolor nos asusta y no logramos convencernos de que si Cristo resucita, es porque antes lo habían matado…
[Jesús María Burgos Giraldo.]