Dedicado al P. José Molina -“Cura Pepe” para los amigos-, profesor de la Safa de Úbeda.
El padre Molinero llevaba más de media vida dedicado a desasnar a las jóvenes generaciones del barrio. Treinta años, para ser exactos. De tal modo era ya parte viva de aquel extraño ente, llamado barrio del Carmen, que cada comienzo de curso se convertía para él en una especie de reencuentro con los fantasmas del pasado. Bueno lo de fantasmas era una forma amable de decirlo. Que ojalá hubiesen sido tales y no lo que realmente eran: reencarnaciones puras y duras de algunos elementos de infausta memoria.
El curso pasado, por poner un ejemplo, fueron tres fantasmas. Juntos y peligrosos, sólo la sangre fría y el conocimiento del material al que se enfrentaba podían asegurar al padre Molinero un posible triunfo sobre aquella terrible marabunta que se cernía sobre el colegio. Al pasar lista a su nuevo grupo de alumnos, se encontró con tres nombres tan absolutamente familiares que, sin poder evitarlo, se quedó mirándolos fijamente y, luego de anotar algo junto a sus nombres, susurró: «Igualitos a sus padres; gamberros habemus».
Y no falló. ¿Cómo iba a fallar después de tantos años de experiencia conociendo a fondo sus espíritus inquietos? Porque el padre Molinero no sólo era profesor de aquella especie de materia prima tan moldeable como peligrosa al contacto humano, sino que, además, la escasez de religiosos en el centro lo obligaba a ejercer como padre espiritual de la tropa estudiantil. Lo que quiere decir que, junto a su formación científica y humanista, las intimidades y furias desatadas de aquel ganado pasaban por el cedazo de su mano.
Pero… a algún superior, que debía de estar agotadísimo en su labor educativa, le debió pasar lo que a aquella mamá que, cada vez que sentía frío, abrigaba a su niño. Dicho en plata: que como el tal personaje estaba al borde de la locura por culpa de sus educandos, pensó que al padre Molinero debía de pasarle otro tanto; así que, en un acto de caridad cristiana, decidido a curar su enfermedad en el cuerpo del colega, puso los hechos en conocimiento del Padre Provincial. Éste, aprovechando una de sus visitas al convento, lo llamó y…
—Mire, padre —le dijo éste en la seguridad de que el padre Molinero le estaría eternamente agradecido por la buena nueva—. Hemos pensado que, después de tantos años dedicado a la dura tarea de la docencia, se ha ganado a pulso unos años de descanso.
—¿Descanso?
—Sí, claro. Es, mirando por su salud. Mire, hemos pensado —repitió por tercera vez lo de «hemos pensado» por aquello del plural mayestático— que en Cerromágina podrá descansar un par de años o tres. La dirección espiritual del convento de monjitas será para usted un relax que, esperamos, le restituirá fuerzas para volver a la pelea con estas fieras indómitas que son los jóvenes de hoy.
El padre Molinero calló, como mandan los cánones, y miró fijamente la cara del Padre Provincial, esperando sorprender ese esbozo de sonrisa que denunciase la broma de que acababa de ser objeto. Enfrente permanecía, inexpresivo como si de un jugador de póquer se tratase, el rostro del Padre Provincial.
«De broma, nada», se dijo nuestro amigo en un susurro. Entonces, un tenebroso pasillo imaginario se abrió frente a él. Al final, un confesionario oscuro e historiado con mil decoraciones abarrocadas aguardaba su llegada. Algo más lejos, confundidas en las sombras, las delicadas y discretas sombras de un grupo de monjitas esperaba con expresión beatífica la llegada de su nuevo confesor.
Intentando evitar esta visión, el padre Molinero extendió su mirada por el patio de recreo que se divisaba desde la ventana. Dos chavales, ataviados con llamativos pendientes plateados y unos vaqueros convenientemente rotos algo más arriba de sus rodillas, intercambiaban discretamente un par de cigarrillos.
«Esos van derechitos al servicio a fumárselos a escondidas», se dijo con una sonrisa cómplice, mientras su cuerpo procuraba escamotear la escena a la mirada inquisitorial del Padre Provincial. Más allá, dos preciosas chiquillas minifalderas cuchicheaban, intercambiando fotos de sus cantantes preferidos…
***
—Ave María Purísima.
—Sin pecado concebida.
Sí, amigo lector, esa es la voz del padre Molinero. Sin duda, cuando usted lo vió acercarse al confesionario no lo reconoció. Cosa lógica, si consideramos que ese descanso que el Padre Provincial había considerado tan importante para él, había encontrado en su tripa un lugar ideal desde el que reflejar los efectos de la vida relajada.
—Padre, me acuso de que esta mañana me distraje unos segundos en misa… Es muy grave ¿verdad?…
La monjita, con una voz tan dulce que acabó por provocar en el padre Molinero una suave y reparadora somnolencia, se explayó tratando de convencer y convencerse de que aquella distracción podía acarrearle la condenación eterna.
—¿Algo más? —después de treinta años oyendo confesiones de su amada marabunta, el padre Molinero aún no acababa de asimilar los nuevos pecados que había de perdonar.
—¿Le parece poco mi pecado, padre? Yo imploro la misericordia divina.
—No, hija, nada de eso; pero… —y después de tratar de convencer a la hermana de que había pecados bastante más graves, concluyó con una extraña penitencia—. Verá, hermana, el tema consiste en que para limpiar hay que ensuciar antes. Así que vaya al jardín, grite con todas sus fuerzas «¡Priora, guarraaa, cagüendiez!», y después rece un padrenuestro.
La monjita miró al padre sin acabar de comprender. Éste se limitó a responder de manera casi inaudible:
—Medite, hermana: ya sabemos que no es más limpio quien más lava, sino quien menos ensucia; pero… ¿qué es la vida sin su poquita de suciedad?