Metamorfosis: otra forma de ver Praga, 1

«Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontrose en su cama convertido en un monstruoso insecto. Hallábase echado sobre el duro caparazón de su espalda y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia». Así empieza el relato más famoso de Franz Kafka: La metamorfosis (1912).
Estaba yo en Écija, ejerciendo mi segundo curso de maestro de primaria, cuando leí por primera vez este sobrecogedor libro, una tarde lluviosa de otoño. Un vaso de leche y unas yemas El ecijano me endulzaron el final de tan ocurrente ficción, antes de apagar la lamparita e intentar dormir. Fue una de las noches más inquietas que recuerdo. Al despertar, me dirigí al lavabo, miré las pupilas de mis ojos y suspiré tranquilo al comprobar que seguía siendo el mismo. Continuaba lloviendo, pero, en mi habitual recorrido a la escuela, saludaba más efusivamente a las personas con las que me encontraba todos los días. Me sentía feliz por ser como era: uno más de mi especie.
Cuarenta años después, visitando Praga, he sentido las mismas extrañas sensaciones, al acercarme nuevamente al escritor checo-judío en una de las ciudades más sugerentes del mundo por sus innumerables obras de arte, su pintoresco enclave junto al río Moldava ‑aún limpio‑, su belleza arquitectónica y urbanística, su integración en el entorno natural, su cuidada gastronomía, sus anárquicas y armónicas plazas, la belleza de los ojos azules de sus mujeres, la eficacia del transporte público, la increíble desincronización de los semáforos para peatones, el silencio y la limpieza de las calles (no oí el tubo de escape de una moto en cinco días), la posición humillante de pedir limosna de los mendigos, la monumental imaginería, el exuberante y obsesivo barroco de las iglesias, el conmovedor cementerio judío, la exquisita cerveza… ¡y las arañas! Me percaté de ellas en la noche del tercer día, dentro del barco en el que paseamos por el río con la intención de disfrutar de las fantásticas vistas del Castillo, de la Catedral de San Vito, del Teatro Nacional o del Puente de Carlos.

Sin posibilidad de relajarme, en cuanto el barco inició la travesía, descubrí una araña a unos centímetros de mi brazo, apoyado sobre el borde de estribor. ¡Qué digo una! Eran dos, tres, cinco… En el techo, por todas partes… recorrían trayectos en busca de insectos, sin importarles los infelices humanos que intentábamos descubrir la más hermosa postal de Praga, al anochecer, sobre las tranquilas aguas del Moldava.
Al finalizar el viaje, me dirigí al señor que parecía ser el responsable del crucero:
―¡Limpien el barco, por favor; hay muchas arañas!
―Mosquitos… ―contestó, con una frívola sonrisa.
A partir de ese momento continué el programa de viaje, observando arañas por los rincones más inesperados. Comí cerca de ellas en un restaurante de lujo, junto al Puente de Carlos; las vi por docenas en cada farola de la ciudad pequeña (Malá Strana); en los cristales de la sala de recepción del hotel, donde las lámparas de cristal de Bohemia recordaban su perfil… Pensé en Kafka y en su expresionista y surrealista Metamorfosis. Había vivido en Praga un año de su vida y debió impactarle la integración de estos artrópodos en la ciudad, cómplices del exterminio imposible de los insectos, los verdaderos monstruos que combatir, enemigos de la condición humana.
En el absurdo relato, el metamórfico Gregorio Samsa, convertido en insecto, simboliza precisamente la maldad de las personas, al mismo tiempo que es capaz de añorar los afectos humanos y comprender a quienes se acercan a él: el padre holgazán y dictador, la madre egoísta e irritable, la hermana extravagante, o la brutal criada. Todos cansados, silenciosos, sin energía vital, protagonistas de una vida «monótona y triste».
La fábula es una lección moral sobre los valores más propios de la identidad humana y de su reflejo en la sociedad.
Si cualquiera de nosotros despertara una mañana convertido en monstruoso insecto, comprendería la cruel situación de la marginación de tantos seres humanos abocados a la destrucción (escultura simbolista de la foto). Incluso puede que entendiera que nunca podrá recuperar la ocasión que perdió, ni el tiempo que se fue. Y, sin embargo, como dijo Franz Kafka, «cuando todo parece terminado, surgen nuevas fuerzas. Esto significa que vives».

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