Introito

 
Imprevisiblemente, casi sin darme cuenta, he saltado de los versos al relato corto y de éste al realismo fantástico de lo no­velesco. Digo yo que, si al guerrero se le supone el valor, al escritor se le debe asignar una adicción: la búsqueda.
En la largura de mis años, he buscado hasta quedar extenua­do. Busqué en los pechos duros de los hombres, en las manos lejanas de los dioses, en las huidas rotundas de mis deseos. Y siempre encontré latidos propios o extraños.
El volcán de mi intimismo manó lavas fluidas a veces, visco­sas otras, nunca emponzoñadas de azufres.

Tendí mis sentimientos en los cordeles del verso, los oreé a la intemperie, lejos de los cobertizos, sin veladuras. Como los iba pariendo, casi sin acariciarlos, los fui arrojando a la vida.
Por los caminos fueron encontrando otros pulsos, otros pálpitos, otros vientos llegados de mares misteriosos, de nidales en los que crecen, en camada, las esperanzas; de cubiles en los que acecha la traición.
De estas incursiones por los siete mundos y de esta aventura prodigiosa hasta mi interior, me nacieron cinco hijos silenciosos y obedientes, repletos de mi sangre, de la roja sangre del verso.
Sin consultar al oráculo, les puse nombre a mi capricho: Ma­riposa de sal, Ladrón de lunas, Mujer azul, Memoria de un olvi­do y Luna de miel.
«¿Quién es esa “mujer azul”?». Así me preguntaban continuamen­te, amigos y conocidos, ignorantes ellos de que mujeres tan her­mosas sólo se encuentran en los límites de las violetas.
Sin embargo, aquella insistente pregunta me hizo reflexionar. ¿Acaso el mundo de lo real no procede de lo imaginario? ¿No es cierto que la realidad, cuando se hace inalcanzable, la vesti­mos de fantasías?
Poco a poco, me sentí en la obligación de desengañar a mis amigos, a los escasos lectores de mis versos; de que, los que verdaderamente habían hecho volar una “mariposa con alas de sal”, los que habían diseñado una esplendente “mujer azul”, los que habían robado las “lunas” entre las acacias, no eran mis poe­mas, sino la realidad viva y vivida en esta ciudad de alma blan­ca: Andújar.
Y en esa realidad había múltiples actores, viejos decorados, vitales argumentos, complejas intrigas, inauditas leyendas, per­sonajes de lujo, míticos rufianes, bufones de alcoba, donjuanes de pacotilla, favoritos de corte y villanos de aldea; todos ellos dominados por una heráldica secreta, grabada en los yunques cómodos del conformismo, sacralizada durante milenios por los ungidos del oro y del incienso, capaces de trocar en nuestros escudos el árbol de la vida por un águila tenante, a la que, a la postre, le cercenan sus garras, para más tarde arrancarla de los muros de la alhóndiga, haciendo de la sociedad andujareña una comunidad invertebrada, que permite la rapiña de sus patios solariegos, de sus rejas de fragua, de sus capiteles, de sus reli­quias, de sus archivos, de sus tumbas, de sus conventos, de sus cenobios, de sus victorias y derrotas, y hasta de sus mancebías.
Podía afirmar, como Francisco Umbral en uno de sus escri­tos, que «el libro se me ha escrito, lo ha escrito la ciudad, lo escribo cada día».
Andújar, “Una ciudad para la cultura”, aún no es una realidad, pero sí un gran intento. Y en ese intento estuvieron muchos y estaremos multitud. Estuvieron muchos, porque aunque las du­nas movedizas del olvido ocultaron los oasis de nuestra prestan­cia, somos conscientes de que, bajo esas arenas ingratas, duer­me la gloria de nuestros antepasados; gloria en laureles, silen­ciosa, solidaria, tolerante y bruja. Una ciudad capaz de ser cita­da por Tito Livio como una de las dos máxime insignes magnitudine y, a la vez, hacerse joyel para el exiliado rey de Armenia.
Un pueblo libre y dadivoso, capaz de hacerse llama de la libertad por las tierras del Sur y esparcir sus cenizas bajo los soles relumbrones de Antequera y de Cádiz.
Una comunidad capaz de vivir entre cruces, candelabros y medias lunas, bebiendo una misma agua en las jarras alfareras de la tierra sigillata.
Una pluralidad capaz de soportar en sus calles las modas de José Bonaparte y albergar pocos años después a los Cien Mil Hijos de San Luis.
Y multitud estamos ahora en ese leal intento de la cultura, entendiendo tal término sin extremismos que nos pudieran lle­var a afirmar, como lady Di, cuando decía, y con razón, que en su matrimonio tres eran multitud. ¡Y se murió sola!
Se necesitan muchos siglos, muchas historias, muchos amo­res, muchos olvidos, muchos hombres, muchas rosas, muchas espinas, para cosechar una brizna de sabiduría popular.
¿Por qué para Andújar el nuevo símbolo de los tarandos? ¿Qué es un tarando? ¿Nos servirá de baldón o despertaremos a su bramido?
No hay símbolo que hiera; tampoco signo que humille. Sólo las férreas interpretaciones o las dogmáticas certezas pueden traernos los infiernos de la idolatría.
Cada pueblo tiene un destino, cada ciudad una vocación. Andújar, avenada por dos ríos, “mesopotamia” entre valle y sie­rra, se ha extasiado mirando al Norte, en la vertical del lucero polar, olvidando que sus calcañares están mojados por la luz del Sur.
Le ocurre lo mismo que a los poetas. Se distraen con los vue­los de las mariposas, pernoctan buscando lunas llenas, amane­cen con galopes en los ojos, derrochan latidos al alba; y cuando creen haber encontrado el jardín de las acacias, le calcinan los labios con venenos para los que no hay antídoto posible.
Quede claro que, en esta urdimbre novelada, el hilo de la realidad se entreteje en los cañamazos de nuestra historia y en los tapices de nuestras fabulaciones.
¿Qué pueblos pueden abanderar leyendas de cristos, de amo­ríos y desatinos de Egilona, cristiana, con moro sobre alazán, o de la judía Rebeca con Juan Robledo, hijo de recio castellano? ¿Qué ciudades fueron capaces de tañer la bandola y el rabel, mientras resonaba el Te Deum sobre los ecos y lamentaciones a la luz de los candelabros de siete brazos?
¿Qué murallas se han abierto para carmelitas, franciscanos, jesuitas, calatravos, capuchinos, trinitarios, templarios, maso­nes, mínimas y descalzas, amén de los inquisidores, ya en el olvido?
¿Qué calle Maestra del medievo ha separado los muros sa­cros y las yacijas, con palacetes de caballeros hijosdalgos, corralizas solariegas, pasadizos conventuales y casas de come­dias, por cuyos portones traseros se escaqueaban tonsurados, marqueses, palafreneros y demás pecadores, en busca del ur­gente fornicio?
¿Qué cofradía, en la tierra de la luz, puede presentar actas en el nombre de la Santa y no partida Trinidad, que en tiempos de razzias vayan firmadas por Fray Bernardo de Aguilera, co­mendador de la Santa Orden del Templo de Jerusalén, con tanta convicción y fuerza que, hasta los días del obispo Aracil, no se dobleguen ante los cánones de Roma?
¿En qué tierras de milagrería puede ocurrir el portento de que aquellos que subieron a la Montaña Sagrada con manos de fuego, hasta hacerla cenizas, suban a la hora nona, como tarandos de lujo, para abrazar en penitencia el regazo que un día intenta­ron desterrar de nuestro Cerro?
¿Qué raza tiene las anchuras necesarias, como esta vecin­dad, muy noble y muy leal, por gracia de Enrique IV y espada de Pedro de Escavias, para ser crisol de masones, altar de brujas, trinchera de liberales, parada y fonda de tropas victoriosas, hospital de vencidos, lábaro de andalucismos, tapia para caci­ques, coto de dictadores, tan capaz de cerrar a cal y canto las celosías, como presta a procesionar cirios verdes bajo palio? ¿Me llamarán mal nacido en el intento de perpetuar como tótem profano de nuestras incoherencias al horrible “taran­do”, en una sociedad que reza y canta bajo mazas a Sor Lucía Yáñez, vidente de pestes negras, mientras alcanzamos la cota máxima de seropositivos en los umbrales de Acuario?
¿Acaso no es gratificante vivir en esta encrucijada, donde un río, que muere cara al Nuevo Mundo, hace que sus adelfales pei­nen las aguas verdes de una Sierra, negra y hermosa como la Madre?
¿No fue aquí donde Juan Eslava, al bajar de la campiña, dio rienda suelta a sus lujurias, antes de buscar unicornios para evi­tar flacideces y aumentar turgencias?
¿Acaso no pernoctó semanas a la sombra de la Torre de los Valdivias, Víctor Hugo, antes de zambullirse en las cloacas parisinas y hacer heroína en Los Miserables a una alondra llamada Eufrasia?
¿Qué vados eligieron los ángeles rubios de las brigadas in­ternacionales para solazarse, antes de ser ametrallados en los frentes de Montoro?
¿Qué bruja más experta en potingues que María González? ¿Qué grimorios y bebedizos tan efectivos como los que se tragó el príncipe Muley, para olvidar sus serrallos, renegar de sus me­dias lunas y abrazarse a la Virgen del Cabezo?
¿Qué rebaño de tarandos es capaz de soportar la versatilidad de nuestros azules cielos, la morenez de nuestros montes, el ver­dor de nuestro valle o la albura de nuestras calles?
¿Qué vasallos de pernada homenajean simultáneamente a los alarifes de piqueta y cetro, a los regidores de incurias, a los vi­sionarios de ocasión, a los urbanistas del hormigón, a los devoradores de conventos, a los mercaderes del templo, que nos ofertan una ciudad nueva, arruinando la vieja acuarela con que nos hizo mágicos, Pier María Baldi?
En este intento, en este mi primer embate, quisiera ser cara­cola montera, para espantar tarandos; que su cabeza de toro se encarnase en los erales de Cabeza Parda; que sus luchaderas de ciervo adornasen las cuernas en las berreas de Selladores; que sus patas de cabra clavasen su huella en las lastras verdinegras del Jándula; que su pelambrera de oso sirviese para tapar la in­justicia de los hombres; y sobre todo, que sobre nuestra vieja tierra no quede tarando capaz de mudar un par de veces su color.
Estoy seguro de que un día llegará el tiempo de lo blanco y de lo negro. O estás con los dioses o pactamos con los diablos. Nadie puede servir a dos señores a la vez… Lo digo y prego­no en una ciudad que cantó y rezó al dualismo; en un pueblo destinado al maniqueísmo; en una latitud que paseó por sus calles la mano negra junto a la mano blanca. Ese es nuestro destino… La palabra limpia de Eufrasio bajo la mirada tostada del Cabezo. Lo demás son componendas, destellos de tarandos, veleidades de los hombres, mudanzas de pan y olla.
Andújar recorre una estela de encarnaciones que, a modo de péndulo, va llenando nuestros días, nuestra historia, nuestras le­yendas; a veces de noches oscuras, otras de alboradas lumi­nosas.
Ahora, como una nueva glaciación, le ha llegado su hora a los tarandos; hagamos como Herodoto en su visita a Escitia, bus­cando fábulas para sus libros de historia. Sólo encontró uno e intentó enmascararlo a los siglos venideros.
Los pueblos que olvidan su historia perecen; los que resuci­tan sus leyendas, perviven.
Aceptad pues, esta inédita leyenda, para que Andújar, la ciu­dad de alma blanca, siempre mire al Cerro Negro, sin arco iris que nos distraiga, sin tarandos que nos embelesen. Debemos conseguir que sea una especie en peligro de extinción.
 

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