Hacer catedrales

Aquella carta, en los primeros días de septiembre de 1967, supuso una de las alegrías más grandes que he recibido en mi vida. La firmaba el padre Jesús Mendoza y me comunicaba que debía incorporarme a mi primera escuela en el Puerto de Santa María.
Unos meses antes, ante la inmensidad de Mágina, me dijo:
‑Mira, Dios está en este paisaje.
‑Éste es mi último curso en el Colegio ‑le contesté.
‑Tienes una vida por delante, Diego. Te espera una apasionante misión de educador cristiano.

Pocos meses después, mi primer sueño profesional se cumplía: vivir en el “albertiano” pueblo marinero de la bahía gaditana. Seguramente el culpable de tanta ilusión fue mi compañero y amigo Diego Verdera que, con toda intención, me comió el “coco” durante años con la tierra que adoraba. Para él, lo mejor del mundo era Cádiz. Y el mejor vino, las mejores playas, las mujeres más guapas, los más graciosos ‑el sevillano era un “copión”‑, los mejores pescaítos…

En aquel pueblo anduve mis primeros pasos de libertad con unas “perras” en el bolsillo y descomunales ganas de conquistar el mundo. Descubrí el mar, la playa, el vino fino C de Cubillo, la gracia de las chavalas portuenses, las ocurrencias de los niños del colegio… y de sus madres.

Un día se presentó en mi clase de 2.º curso una de ellas:
‑¿Cómo está mi “pichsa”?
‑¿Quéee? ‑me atreví a sugerir ante tal impulso de confianza hacia mi persona.
‑¡Toma “pichsa” el bocadillo! ‑ordenó con autoridad mirando a su hijo situado en las últimas bancas.
‑¡Ah! Pero… ¿es al niño? ‑le dije aliviado.
Pos claro, ¿a quién va a ser?
Estaba claro que mi timidez y la inexperiencia me hicieron sonrojar en aquellos primeros días de docencia.
Tampoco olvidaré los maravillosos claustros que, con maestría, dirigía Diego Mora en el salón de un bar cercano, acompañados de unas copas de fino y filetitos de lomo que sabían a gloria bendita. Se institucionalizó aquel estilo de claustro hasta el punto de acordar por unanimidad penalizar con una multa de veinte duros a quien faltase ‑mi sueldo era de cinco mil ciento veinticinco pesetas‑. Se celebraba en sábado, después de la misa obligatoria de la mañana. ¡Buen ambiente! Y buenos maestros los que encontré en aquel primer curso escolar.
Pero como todo lo bueno tiene un final, éste llegó cuando más arraigado estaba en aquellas novedosas costumbres, donde mi amigo Fernando y yo intentábamos ligar insistentemente en la emblemática sala de fiestas Oasis. Manolo Sierra, mi otro gran amigo, se dedicaba los sábados por la tarde a escribir larguísimas cartas de amor a la novia y ver fútbol en un bar repleto de gente. Así que, además de reírse de nosotros por los fracasos acumulados, evitaba el fiasco propio. ¡Qué difícil era ligar en aquel oasis de “pijos” jerezanos!
Estaba yo, a mis dieciocho años, inmerso en tanta marcha profesional y discotequera, cuando el padre Mendoza volvió a interferirse en mi vida. Próxima la Navidad, recibimos su visita como coordinador general de la Safa y, al salir de clase, me pidió acompañarlo a casa de unos amigos, a lo que accedí con mucho gusto. Era una humilde vivienda, un reducidísimo espacio en el que vivía uno de mis alumnos. La visita no tuvo más trascendencia que la distendida charla con sus padres y abuelos sobre el trabajo, el tiempo, el colegio, las enfermedades y poco más. No olvidaré la gratitud de aquella gente y, sobre todo, la mirada de mi alumno, estupefacto por la inesperada presencia de su maestro. Hicimos dos visitas más con el mismo guión y un denominador común: los tres niños seleccionados eran los más pobres de la clase.
Volvimos al Colegio paseando por las blancas y rectilíneas calles portuenses, pero antes de la despedida, Jesús Mendoza me contó una anécdota que resumía la lección impartida aquella tarde.
‑Un hombre se acercó a un grupo de trabajadores en una obra. ¿Qué están haciendo? ‑preguntó.
‑Ponemos piedras, unas sobre otras ‑respondió uno.
‑Construimos una catedral ‑contestó otro.
‑Diego ‑continuó el padre Mendoza‑, tú debes construir catedrales. Cada piedra que pongas en la educación de tus alumnos es parte de la catedral que se construye dentro de ellos. Pero las piedras no sólo se colocan en la escuela. Los tres niños que hoy hemos visitado van a ser mejores alumnos porque han vivido una experiencia extraordinaria: el amor de su maestro hacia su familia y a ellos mismos. Créeme, no lo olvidarán nunca.
Ese es el modelo de maestro que Jesús Mendoza me transmitió. Su honestidad y dedicación trascendieron al tiempo y a la evolución que cada uno de nosotros hemos tenido. Mi agnosticismo, al que contribuyeron otros curas muy diferentes a él, ha compatibilizado siempre con la esencia de educador que él quiso de mí.
Dice Rubén Alves en su hermoso libro La alegría de enseñar: “Enseñar es un ejercicio de inmortalidad. De alguna forma seguimos viviendo en aquellos cuyos ojos aprendieron a ver el mundo a través de la magia de nuestra palabra. Así, el profesor no muere nunca…”. Jesús Mendoza, el padre Mendoza, nunca necesitó reconocimientos a su silenciosa labor espiritual; pero si ahora, octogenario y animoso aún, el Excmo. Ayuntamiento de Úbeda ha acordado su nombramiento como hijo adoptivo de la ciudad, bienvenida sea tan honorífica distinción a la que me sumo con mi afecto y admiración.

 

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Publicado en: 2006-02-06 (59 Lecturas)

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