Hay fechas o períodos en la historia de cada país que suscitan sentimientos, reacciones o posicionamientos rígidos que difícilmente varían.
Una de esas fechas es la proclamación de la Constitución de Cádiz el día 19 de marzo de 1812. A lo largo del siglo XIX, la Constitución de Cádiz fue objeto de ataques virulentos por parte de las clases más reaccionarias de nuestro país: terratenientes, nobles, clérigos…tomaron la Constitución como un auténtico estigma que había que borrar hasta de la memoria, como se encargaría de decir Fernando VII. Para otras clases sociales, más ligadas siempre con el progreso y la modernización del país, la institución gaditana actuó siempre como un símbolo o modelo al que imitar. De ahí que la historia constitucional de España sea una historia pendular en la que la Constitución del 12 actúa de modelo positivo o negativo, bien para imitarla, bien para desterrarla de nuestro horizonte legal. Y así las constituciones del XIX fueron progresistas o conservadoras en función de los dirigentes políticos de ese momento. En la actualidad, sin embargo, como tantas veces en la historia, la Constitución de Cádiz pasa por ser un foco de iluminación para todos, incluso para aquellos cuya acción política se distancia claramente de aquel espíritu liberal con el que el texto gaditano ha pasado a la historia.
No sé si la memoria y la apreciación de la II República transitará, en un futuro, por los mismos derroteros que la Constitución de Cádiz, pero en la actualidad, este período suscita sentimientos contrapuestos, muchas veces irreflexivos, otros acompañados de una desinformación interesada y algunos dependientes de alineamientos inflexibles de carácter ideológico, los mismos que boicotearon cualquier desarrollo razonable de la II República. No se ha producido, por tanto, esa progresiva unificación del pensamiento hacia la consideración de un período, al menos en su primer bienio, claramente positivo, reformista y modernizador para una España anclada en un atraso económico y social asfixiante. La mera referencia a la II República supone la puesta en guardia de muchos: unos para vituperarla y otros para defenderla, en este orden. Para los primeros, la II República funciona como un periodo estigmatizado que nos lleva inexorablemente a la Guerra Civil, convirtiendo así un periodo histórico en un ente con voluntad predeterminada hacia el caos y la confrontación que culmina, como no podía ser de otro modo, en el conflicto armado de trágica memoria, llegándose incluso a confundir, y no de manera inocente, II República y Guerra Civil. Para los segundos, la II República aparece como un símbolo de libertad y modernización, superador de siglos de atraso, de explotación y de miseria para la mayoría de los españoles. La II República como símbolo de la fecundidad del campesino libre, de la emancipación de la mujer o de la ilustración de la escuela pública y laica, frente a la simbología contraria del cacique terrateniente, del cura reaccionario o del banquero ostentoso.
El estudio en profundidad de los valores y fines de aquel periodo es el único que puede sacar a la República de la demonización a la que ha sido sometida por distintos sectores sociales de nuestro país.
Se ha hablado mucho de los valores de la Constitución de 1978 y de la transición democrática, tras la muerte del dictador, como el periodo más rico y fecundo de nuestra historia. No seré yo quien lo ponga en duda, aunque pudieran hacérsele algunos reproches de no pequeño calado. Sin embargo, nadie puede defender la transición como el principio de la historia. La transición no se construye en el vacío ideológico sino que toma sus influencias de otros periodos y otros momentos, internos y foráneos, entre los cuales, sin duda, figura, mal que pese a muchos, el modelo de valores, derechos, libertades y principios que formaron el esqueleto institucional de la II República.
El hecho de que no se deban eludir juicios críticos sobre las deficiencias y errores, graves muchas veces, de la República, no debiera apartarnos de una posición global de comprensión y simpatía hacia un régimen político que emprendió una titánica tarea por la regeneración y modernización de España. La frustración de una esperanza como idea-fuerza pudiera ser el elemento sintetizador del juicio sobre la II República. Una esperanza cimentada en los dos primeros años (1931-33) en que se afrontaron, con urgencia y valentía, problemas seculares que habían ido sumiendo a España en un subdesarrollo político, económico, social, cultural e institucional que nos alejaba cada día más de Europa. Y, todo ello, en un contexto claramente desfavorable, en medio de una terrible crisis económica internacional y del auge provocador de los fascismos y de los totalitarismos más extremos.
Heredaba la II República una España netamente rural y analfabeta al 50%, sin que los poderes políticos, económicos y sociales de la Monarquía se mostraran dispuestos a iniciar un mínimo proceso de reformas que aliviase la precariedad de una buena parte de la población que, en algunos casos –mujeres, campesinos, jornaleros-, llegaba a límites difícilmente soportables.
En ese contexto, la II República acepta el reto y, en su primer bienio, claramente reformista, inicia (de ahí su valor simbólico) una frenética actividad política y legislativa encaminada a acometer los inaplazables retos que la situación requería. Sin lugar a dudas, no hay ningún otro periodo en la Historia de España, y posiblemente tampoco en la europea, en el que se hayan afrontado reformas de tanto calado y de tanta trascendencia en tan escaso tiempo. Con resultados dispares, es verdad, pero con la voluntad política, en general, de solucionar problemas ancestrales que anclaban España en épocas más ligadas al feudalismo residual que a la revolución industrial incipiente.
Ya la propia proclamación de la República había supuesto una lección histórica de paz y de esperanza. Sin un solo tiro ni una sola víctima, en momentos de tanta confusión, una gran mayoría de súbditos se convirtieron de la noche a la mañana en ciudadanos respetables. Y esa euforia contenida invadía las calles de todas las ciudades y el ánimo de la mayoría de las gentes de buena voluntad. No fue el despertar de la chusma, como la historiografía franquista ha querido imponernos, sino el espíritu de un pueblo que quería ser dueño de su destino. Intelectuales, profesionales, maestros, comerciantes, industriales, se unieron a las clases trabajadoras en esa gran fiesta de la recién nacida democracia. No fue, en absoluto, un régimen aceptado como un “trágala”, antes al contrario, unificó voluntades dispares de jornaleros encallecidos y humillados a través de los siglos con pensadores de claro fervor republicano, cuyo compromiso con la República jamás abandonaron.
La necesidad de dotar a la República de un marco institucional hizo que en unos meses se elaborase y se aprobase una constitución que consagraba los principios más modernizadores de todo el espectro constitucional universal. Derechos y libertades sin límite alguno, amparados y tutelados, además, por un novedoso Tribunal de Garantías Constitucionales. Separación de la Iglesia y el Estado, exponente de una concepción laica, sin las ataduras sempiternas de una Iglesia contraria a cualquier destello de libertad: científica, ideológica, de enseñanza o de moral sexual. Emancipación de la mujer, con el reconocimiento de su personalidad individualizada y liberada de la tutela paterna o marital, cuya máxima expresión fue la concesión del sufragio. El planteamiento de un diseño territorial superador del centralismo decimonónico. Una Constitución, pues, que recogía las doctrinas y principios más avanzados del constitucionalismo, cuyo espectro, sin duda, ha dejado su huella en la Constitución de 1978, como no podía ser de otra manera.
Y la acción política camina en consonancia con el espíritu y la letra de la Constitución de 1931. De todos es conocida la frenética actividad en campos tan variados como la educación y la cultura, las relaciones laborales, la reforma militar, la reforma agraria, etc.
Quienes navegamos por los entresijos de la Historia tenemos, pienso yo, la obligación pedagógica de dar un mensaje sobre la II República alejado del radicalismo con que se le ha tildado desde posiciones coincidentes con la interpretación franquista. A mi juicio, lo que le da a la República –y siempre me refiero al primer bienio- su carácter de símbolo, ejemplo y modelo de democracia no son las tentativas de revolución proletaria y, mucho menos, los intentos de echar el freno hacia cualquier reforma, por tímida que pareciese; lo que alcanza ese valor simbólico es, sin duda, el proyecto de construcción de un Estado concebido para introducir a España entre los países más desarrollados del mundo. En tan solo dos años se consiguieron objetivos de una trascendencia extraordinaria, cuya referencia, en lo esencial, conocemos todos los que nos hemos reunido aquí. La pregunta que muchos nos hacemos es: ¿Qué hubiera sucedido si ese bienio reformista hubiese durado diez años?
Hace unos días escuchaba a un maestro de la República decir que la Guerra Civil la perdieron los maestros y la ganaron los curas. Frase rotunda e inequívoca a la que se podría añadir también que la ganaron los militares y la perdieron los jueces. Dos grupos profesionales, maestros y jueces, que sufrirían una especial depuración durante la Dictadura franquista y que encarnaban la mejor expresión de la educación y la cultura, por una parte, y de la ley y el Estado de derecho por otra, es decir, de los pilares básicos de una democracia avanzada y moderna, como la que quiso construir la II República.
Cartagena, abril de 2006.
Juan Antonio Fernández Arévalo
Pertenecemos a una generación a la que se birló parte de la historia de España. Ya el el tardo-franquismo empezaban a venir de tapadillo libros de la Ed. Ruedo Ibérico que leíamos con fruición cuando algún amigo los había traído de Francia aprovechando viaje a Burdeos o Perpiñán para ver el Último Tango o similar. Recuerdo que el primer libro de I. Gibson (La represión nacionalista en Granada y la muerte de García Lorca) que yo leí fue por un préstamo así. Ávidos de conocer esa parte ignorada de nuestra historia, nos leímos todo lo que pudimos, como los libros de Hugh Thomas y Gabriel Jackson y yo, en concreto, me atraganté de lecturas sobre la República y la Guerra Civil durante las muchas horas que pasé en la Biblioteca Southworth de la universidad de San Diego (UCSD).
Tengo la impresión de que la generación y media que nos ha poscedido apenas muestra interés por nuestra historia reciente, no solo por la II República sino por la misma transición que empezó con la muerte del dictador hoy hace justamente 47 años. Hay gente, incluso de neo-izquierda que niega la Transición y su valor (quizá porque les sabe a poco). Por el contrario, tengo para mí que la Transición triunfó por el esfuerzo de muchos políticos por no repetir los errores de la II República, porque se cometieron muchos, algunos muy graves por parte de la izquierda. Aún recuerdo mis lecturas de Indalecio Prieto (De mi vida, Convulsiones en España) denunciando el grave error del PSOE que supuso preparar y alentar la Revolución de Asturias del 34.
También pienso que tanto la II República como la Guerra Civil supusieron una inflexión en la historia española que el franquismo posterior no se atrevió a anular enteramente. Por ejemplo, pese a las grandes purgas contra los maestros, continuaron las escuelas públicas y el cuerpo de maestros nacionales que la República habia creado. Un hombre tan poco demócrata como el León de Fuengirola extendió la Seguridad Social en 1945-47 durante su etapa de ministro de trabajo, que luego se unificaría en 1963, cuando ya le habían botado. Igualmente, tampoco el franquismo se atrevió a revertir hacia el feudalismo las relaciones de terratenientes y temporeros, al menos totalmente; hasta se hicieron repartos de tierras y se crearon pueblos de colonización.
La II República vino en el momento más inoportuno de la historia de los países occidentales, con la Gran Depresión del 29 y el alza del nazifascismo europeo. En retrospectiva, era lógico que la República acabara pero su semilla no se extinguió del todo; ni mucho menos (aún estamos recolectando sus frutos).
Gracias, Juan Antonio. Un fuerte abrazo.
Querido Alfredo:
Como siempre, tus comentarios nos llevarían a un Seminario.
En primer lugar, nuestras lecturas clandestinas, primero en francés (con diccionario, por supuesto) y luego en castellano. Así leí al conservador británico Hugh Thomas y al progresista Gabriel Jackson. E incluso en Melilla, el médico de la familia de mi mujer me proporcionó “El mito de la cruzada de Franco” de Herbert Southworth, con la recomendación de especial cuidado porque mi concuñado pertenecía a Falange. A don Juan…le habían fusilado a su padre al terminar la Guerra Civil..
Lo de que las generaciones actuales se despreocupan del largo periodo del que estamos hablando, me parece discutible. Quizás no se le haya dado la oportunidad de interesarse.
En cuanto a los errores de la izquierda, que los hay, yo los relacionaría más con los movimientos anarquistas que con los socialistas, aunque estos también los cometieran. Por ejemplo, Largo Caballero, que fue un buen ministro de Trabajo, cometió el gran error, muy decisorio, de impedir el nombramiento de Indalecio Prieto (a mi juicio, el político más lúcido de la II Republica) como presidente del Gobierno, que es lo que deseaba Manuel Azaña. Por cierto, la llamada Revolución de Asturias, aparte del posible error de Prieto, está motivada por el ambiente crecido de la derecha, en la que los movimientos y formaciones fascistas iban tomando tal fuerza que hasta el propio Gil Robles tenía manifestaciones de ese tenor. !Jefe, Jefe, Jefe!, como Duce…eran las apelaciones del fascismo a sus líderes, aparte de las proclamas de Gil Robles en contra de la Constitución e incluso contra la Republica (lo siento pero no encuentro la forma de acentuar). Casi toda la derecha rechazaba la Republica.
En cuanto a la Dictadura de Franco, las escuelas, muchas de las cuales regidas por antiguos alféreces provisionales ( a mi me tocó uno), fueron lugares de adoctrinamiento evidente (no creo que haya dudas en ese sentido). Todavía en mi oposición a Maestro nacional (1964) había un porcentaje de plazas designado a hijos de caídos por España.
Y respecto a las colonizaciones, planes de Badajoz, Jaén, etc, sería muy largo de comentar. En todo caso, afectó a un número tan pequeño de jornaleros, que no merece un comentario más extenso. Hasta muy avanzada la democracia, todavía estaba vigente la palabra señorito, que tanto he detestado. No sé si seguirá utilizándose en algunas regiones españolas.
Bueno, ya está bien por hoy.
Agradezco tus comentarios y por eso me animo a contestarte tan extensa y gratamente.
Un fuerte abrazo.