Recuerdos de la SAFA – 53: D. Isaac (II). Gran profesor y mejor persona
Don Isaac a veces podía ser injusto y de hecho sufrimos alguna vez decisiones equivocadas, sobre todo cuando tenía que ejercer de inspector. Pero también es verdad que nunca tuvo el menor empacho en reconocer su error y corregir el posible daño que hubiese hecho. En clase era todo un personaje: nos hacía participar a todos y aunque al principio estábamos un poco cortados pronto nos dimos cuenta de que era una estrategia pedagógica. En francés, lo ya dicho: todos en corro y fritos a preguntas, y luego a construir frases. En F.E.N., empezábamos con una lectura de un texto del libro por un alumno y los demás, atentos, porque saltaba el turno y ay de ti si no sabías seguir. Todo ello entremediado de preguntas a troche y moche que desarrollaban nuestra comprensión, el sentido crítico y la capacidad de expresión verbal. No era forofo de agobiarnos a exámenes: uno al mes, para la calificación mensual, y el resto, sus notas de clase en su libretita.
Como inspector, a todos nos asombraba su capacidad de trabajo y de entrega: con el grupo que tuviese encomendado empezaba el día muy temprano, despertándolos a poco más de las siete de la mañana. Arreglo rápido y a continuación, a paso ligero desde el patio por la carretera hasta los campos de deporte, en donde nos colocaba en filas («Firmes ¡ya!», «Descanso ¡ya!», «A cubrirse ¡ya!») y mandaba la tabla de gimnasia diaria: carreras, saltos, flexiones, desfiles…
Así durante casi una hora, con el equipo de gimnasia blanco con ribetes rojos nada adecuado para los fríos mañaneros ubetenses. Corriendo, para no enfriarnos, de nuevo al dormitorio: aseo, revista de camas y ropa para que todo quedara en orden y a misa. Media hora después, «Ite, missa est» decía el oficiante y, en fila, al comedor. Menos de media hora duraba el desayuno, luego un pequeño descanso de quince minutos escasos y al patio. Filas y a clase. Parecía incansable.
Comentando con mi amigo de la primera división, que para mí era fuente de suprema sabiduría safista, el respeto y casi miedo que nos producía Don Isaac, me comentó una anécdota reveladora de su carácter: ellos, los mayores de la primera división, solían salir en grupo y en su discurrir por bares de vinos garraferos baratos y tapas grandes pasaron ante el bar-cafetería Libra en los soportales de la Plaza del General Saro, justo en la esquina hacia la que se dirigían camino a los billares de calle Gradas.
– “A través de la puerta de cristal vimos a D. Isaac sentado solo al extremo de la barra, al fondo. Aceleramos el paso pero Miguelín, que tenía un punto mundano y echao p’alante que nos sobrepasaba a todos nosotros, nos dijo:
-“Oz invito a un chato aquí”
-“Pero ¿tú no has visto quien está en la barra?”
-“Pues por ezo. Vamos p’adentro”
Entrar en un bar teóricamente estaba prohibido en las normas del colegio pero es verdad que a los mayores se nos toleraban según qué cosas. Así que entramos y nos agolpamos, acharados, en el rincón de la entrada. Miguelín se dirigió al camarero:
– “Un chato pezetero pa cá uno. Y al zeñor del fondo de la barra le zirve lo que quiera, que lo invito yo”
Don Isaac, al recibir el recado del camarero nos miró, nos sonrió y levantó su copa, saludándonos. Desde aquella tarde iniciamos una relación nueva y diferente de amistad con D. Isaac, de la que siempre nos enorgullecimos.
A partir de entonces “El Viejo”, cuando coincidía con nosotros en la calle, se acercaba y saludaba y nosotros nos arracimábamos en torno a él escuchando sus anécdotas, sus consejos y sus recomendaciones, viendo con gran satisfacción que él también nos escuchaba con atención e indudable empatía. A veces incluso nos tomábamos unos vinos en La Cultural o en el Taxi, cuando no en la Cafetería Libra que él frecuentaba, que casi siempre pagaba él mientras nos fumábamos un cigarrillo que nos sabía a gloria por el hecho de hacerlo ante un profesor. Algunos alumnos, al vernos con él con tanta frecuencia y tanta familiaridad, pensaban que habría un trato de favor hacia nosotros, pero la verdad es que nunca vimos que esa cercanía se convirtiese en privilegio alguno en la escuela. Lo cierto es que para nosotros, el simple hecho de contar con la amistad de una persona de su nivel cultural e intelectual, hablar con él como con un amigo, opinar de todo aquello que nos interesaba: educación, chicas, religión, política (con límites), planes de futuro, inquietudes, familia, etc., escuchar sus puntos de vista y sus opiniones, con las que no siempre estábamos de acuerdo, realmente suponía un auténtico lujo y un privilegio.”
A los mayores no se nos escapaba que no gozaba de las simpatías de la jerarquía que gobernaba la Escuela, ni entre los curas (pese a su acendrado cristianismo) ni entre sus colegas laicos (pese a su indudable capacidad). Se le reconocía, eso sí, su entrega pero nada más.
Otra cosa que nos maravillaba era su extraordinaria dimensión intelectual. No solo por sus amplios conocimientos de las ciencias humanas:
– Don Isaac, ¿quién era Parménides?
– Don Isaac, ¿dónde está Tejas?
– Don Isaac, ¿cómo se resuelve este silogismo?
– Don Isaac, ¿qué es eso de la C.N.S.?
sino también por su ingenio, su fina ironía, su capacidad de razonamiento, su profundidad y, en definitiva, sus extraordinarias dotes como profesor. Era llamativo que nunca eludiese un tema de los llamados culturales, pero si alguien exploraba los terrenos de la religión o, no digamos ya, la situación política, ahí se le notaba incómodo y decía que había cosas que son así porque así debían ser, y que no era cosa de escarbar más de la cuenta. No es que se negase a tocar el tema sino que no profundizaba y, sobre todo, no facilitaba el debate como solía hacer en otros campos ante nuestro entusiasmo.
Años más tarde, en Magisterio, siendo nuestro profesor de Filosofía, le recuerdo una frase redonda tras un encendido debate entre nosotros, que él propiciaba y dirigía con mano maestra. Aseguraba don Isaac que los problemas filosóficos debían afrontarse con mente abierta y sincera, y con plena disposición a aceptar siempre la verdad, aunque ésta procediera del antagonista, sin cerrar la mente ni apasionarse en exceso. “Lo contrario ‑decía‑ conduce irremisiblemente al fanatismo y la irracionalidad”. Esa frase nos hizo pensar, casi de forma automática, en algún que otro cura o profesor nuestro. Lo cierto es que en Tercero, a la vuelta de nuestra expulsión, lo echamos de menos entre nuestro profesorado. De hecho no impartió ese año ninguna asignatura a ningún grupo de Magisterio, cosa rara.
Su pasión era la música, que le ocupaba todos los minutos que no estuviera dando clase o atendiendo a su grupo de tutoría. Desde el primer día en que se empeñó en que nos aprendiésemos el himno de las escuelas hasta el último año en que, orillado por el H. Casares, apenas podía atender al coro, siempre estaba en todas las actividades musicales del centro (bueno, salvo en lo concerniente al Grupo SAFA, que no gozaba de sus parabienes). Todos los días sacaba un hueco para ensayar con los componentes del coro, “La escolanía” como a él le gustaba llamarnos.
Dedicaba bastantes ratos a las voces tiples porque éramos los más novatos y no conocíamos los himnos y cánticos, que los mayores se sabían de memoria. Los sábados por la tarde procuraba hacer un ensayo general con las tres voces y buscaba un sitio donde no molestase las demás actividades del resto de los grupos. A veces el porche, a veces un aula grande junto al patio de columnas y a veces en la propia capilla, donde nuestras voces retumbaban en sus altos techos.
El domingo era el reto: bien temprano, en el hall del edificio de aulas de Oficialía, todos los grupos ensayábamos los cánticos de la misa que tendría lugar a continuación, con asistencia de todo el claustro de profesores y el batallón de jesuitas en pleno, además de numeroso público ubetense que venía en masa a oír los cantos. Comoquiera que ese día se suponía que todos dominábamos los himnos, dedicaba este ensayo previo a afinar los tonos y a modular los tempos. Cuando lo hacíamos bien elevaba los ojos al techo, los cerraba con dulzura y sonreía beatíficamente. Cuando los mayores, los del grupo de tenores, situados en el primer tramo de escaleras, subían una octava para demostrar sus capacidades se sonreía y los miraba con ojos de pillo. Cuando desafinábamos o no nos acoplábamos, nos miraba y decía “¡Muy mal! ¡Otra vez!”. Nos daba el tono a cada una de las tres voces con su garganta cascada capaz de generar una voz de tenor alto increíblemente modulada, y con sus manos daba entrada a la melodía. Era un perfeccionista y no cejaba hasta sacar de nosotros lo mejor de nuestras cuerdas vocales.
En la misa, los miembros de la “schola cantorum” (así decía en el folio que había en el tablón de anuncios de la puerta exterior de la iglesia para que los feligreses supiesen el programa religioso de ese domingo) subíamos al coro y nos colocábamos por voces. Al principio el organista era Vicente Colomina, un alumno de los cursos mayores, que se turnaba con Don Eduardo Bangueses. Ya al final de mi estancia lo habitual era ver a los teclados al Hermano Casares que, como encargado de las actividades musicales, cada vez adquiría mayor protagonismo. Estuviese el teclista que estuviese, siguiendo las indicaciones de Don Isaac, nos daba el tono con una nota larga y entonces entrábamos por voces, comúnmente con un introito de alguno de los solistas o del propio D. Isaac, sobre todo en el pasaje de la comunión.
Tantum ergo sacramentum
veneremur cernui
Et antiquum documentum
novo cedat ritui
En los himnos más conocidos (Sanctus, Gloria, Pater noster, etc.) participaba todo el colegio, llenando la iglesia de armonías que nos ensanchaban los sentidos y que al P. Director le ensanchaba el ego.
Don Isaac, en esos momentos, se sentía plenamente realizado.
Recuerdos de la SAFA – 52: D. Isaac (I): ¿Parlez-vous français?
Es un magnífico retrato del Viejo, que con el paso de los años comparto, a muy pesar de lo que nos hizo pasar en esos años.
Esta todo dicho en el comentario….
Yo la verdad le tenia un poco de miedo cuando se enfadaba y sus ojos se semicerraban….pero reconozco su profesionalidad con todos nosotros.
Sus dedos amarillos de sus ideales es algo que no olvidaré jamás de él….
Y gracias a su rectitud en la vida he aprendido muchas cosas….
Gracias D. Isaac.
El coro, en su plenitud, era reclamado por algunas de las cofradías de semana santa de la localidad (y alguna exterior) para que cantase la magna misa (no recuerdo de quien) en latín al completo (me figuro que pagando a SAFA). Mañanas tremendas del invierno ubetense en las que debías aguantar el terrible frío exterior e interior de los templos, a pie firme durante la larga, larguísima y bien chorreada, misa de la fiesta cofradiera.