(Zurbarán, 1655)
Cuando la Iglesia ejerce de mecenas
se impone la pintura religiosa,
que reluce de manera fastuosa,
aunque el arte y su libertad cercenan.
Zurbarán se convierte así en cautivo,
pintando frailes y santos hieráticos,
y a estos mudos cartujos, estáticos,
tan irreales como inexpresivos.
El pintor hace detener el tiempo,
que, arcaico, del barroco se aleja.
Mas la belleza brilla, aunque a destiempo,
por su quietud, volumen y blancura,
(que a Cézanne y al cubismo nos acerca),
fundiendo la mística y la pintura.