Recuerdos de la SAFA – 47: El taller de ajuste
Tras varios días (jueves y viernes) pasando por los talleres, ya nos habíamos hecho a la dinámica de esta tarea. Yo tenía asumido que serían horas inclinado sobre la mesa de dibujo, aprendiendo las normas de acotado y de normalización, y haciendo láminas de cómo se traza una mediatriz, la bisectriz de un ángulo agudo o uno obtuso, cómo construir un triángulo con el compás o un hexágono inscrito en un círculo. Estas tareas, un poco aburridas comparadas con las que veíamos hacían los mayores, se completaban con una tanda de láminas de rotulación, en las que, con unas pautas hechas a lápiz, escribíamos una y cien veces las letras del alfabeto y los números. Parecíamos parvulitos, pero el profesor de Dibujo insistía en que esto era imprescindible para adquirir ciertas destrezas previas para el dibujo geométrico.
Ya en la SAFA de Riotinto, en 1º de Pre, habíamos hecho bastante Dibujo Técnico, aunque el profesor, D. Esteban, insistió durante los dos primeros trimestres en que trazásemos a mano alzada, sin reglas ni escuadras ni cartabones, para manejar con soltura la técnica de croquizar, que sería lo más habitual en un oficial industrial, de cualquier rama. En el tercer trimestre hicimos algunos croquis de objetos industriales, entre los que recuerdo una cola de milano, y unas vistas de tornillo y tuerca con su sección.
De hecho, los alumnos de Preaprendizaje pasábamos por los talleres que tenía el colegio: ajuste, torno, electricidad y laboratorio, para conocer las distintas especialidades que se podían cursar y así poder tener mejor opinión sobre nuestro futuro laboral.
En cambio, en los talleres de Úbeda los distintos grupos bajábamos juntos y nos dividíamos según nuestra especialidad. A los Delineantes era fácil reconocernos, pues el uniforme que nos impusieron era un mono blanco, con las letras SAFA bordadas en el bolsillo izquierdo; mientras que los electricistas y los mecánicos tenían monos azules. Nunca entendí esa elección del color, pues continuamente se ensuciaban por el uso (no precisamente dibujando, claro, sino en el devenir diario: los recreos, los trasiegos por la zona de talleres, las escapadas y la tendencia innata de todo joven a sentarse, o mejor tumbarse en cualquier poyo o bancada).
En un recreo de un típico día invernal, frío y de cielo raso, un chico me llamó a su grupo, que estaba sentado al sol en un lateral de la nave del taller de forja, donde había unos cuantos bancos metálicos pendientes de reparación. Se trataba de mi paisano Fernando (bueno, era de Zalamea la Real, un pueblo a 20 kms. del mío, pero todos los que veníamos de la SAFA de Riotinto nos considerábamos paisanos a todos los efectos), que estaba en 2º Oficialía y que desde el primer día se había preocupado de ayudarnos a los más novatos.
Preguntado por cómo me iban las cosas le dije, muy orgulloso, que había hecho un croquis de una pieza de ajuste en alzado, planta y perfil, incluso en un esbozo de perspectiva caballera. Me dijo que eso era cosa habitual, pues muchas veces láminas hechas por nosotros servían como tarea de los ejercicios que ellos hacían en el taller, igual que los torneros o los fresadores. Incluso algunos exámenes eran láminas hechas por los Delineantes, a las que el profesor añadía el rótulo oportuno y la leyenda de número de horas para su realización.
Me explicó que los dos primeros cursos los había dedicado al manejo de herramientas manuales, especialmente la lima, la sierra, el granete, el martillo, el gramil, la escuadra y otras.
Como era bajito de estatura, recordaba que el profesor, Don Manuel Coto, al ver sus esfuerzos ante el banco de trabajo, le buscó un cajón de madera para que trabajase en una posición más anatómica.
Mi paisano me explicó su tarea principal: limar, limar y limar. Ante mi asombro, me aclaró:
–Hombre, hay más cosas. Te explico: Nuestro primer trabajo fue cortar un tarugo de hierro, para lo cual teníamos que usar una herramienta de corte, una sierra. De ahí obteníamos una pieza que teníamos que trabajar con una lima gruesa, la lima de desbaste, que nosotros llamábamos el limatón del 14 (por el número de pulgadas que tenía), quitarle todo el óxido y aproximar sus caras a las de un paralelepípedo.
En ese momento lo interrumpió Antonio, amigo suyo, de Villacarrillo, que nos comentó que su hermano mayor, que había venido a la SAFA seis o siete años antes, tuvo un sistema distinto donde la asignatura de Taller, la más importante, implicaba un paso rotativo por todos los existentes, que en esa época eran Ajuste (D. Manuel Coto), Fragua (el maestro «Tiznajo»), Carpintería, Electricista-Montador (D. Juan Cueto), Automóvil y Torno (D. Ricardo). Incluso le contó que había un taller de escultura y modelado, y una imprenta, pero que ya no tenían alumnos.
En estos primeros trabajos el maestro de taller Don Manuel, puntuaba sobre todo el paralelismo de los lados y la perfección en la terminación de las caras. Como no tenían que ajustarse a otra pieza, ni tenían ángulos distintos al de 90º, bastaba con eso.
Luego empezó a exigir el afinado final, para lo que teníamos que aplicarnos con las limas finas y las lijas, pues le pasaba las puntas de los dedos y si notaba una rugosidad, te la echaba para atrás. A veces, algunos tenían que retocar tanto las piezas que terminaban entregando un paralelepípedo minúsculo, que costaba sujetar con las mordazas del tornillo de banco.
Más tarde, conforme nos especializábamos, nos exigía que se cumpliesen las medidas del croquis entregado, para lo cual cogía el calibre o pie de rey y deslizaba el nonio para comprobar las décimas de milímetro como si se tratase de una pieza para el Apolo VIII. Lo malo era que si te ajustabas a las medidas y no tenías una terminación acorde con lo exigido, el proceso de afinado te hacía incumplir las dimensiones, aunque fuese por una micra. Y vuelta a empezar: nuevo tocho de hierro, nuevos limazos con el limatón del 14, nuevo esfuerzo de afine y lijado, y todo esto sin pasarte de las horas asignadas…
Mi paisano Fernando nos contó que, en su primer año, el momento delicado era cuando, una vez desbastada hasta las medidas aproximadas en el croquis, se procedía al terminado o acabado de la pieza, para lo que empleaban limas más precisas y finas, hasta conseguir unas superficies perfectamente pulidas y planas y con las medidas definitivas ajustadas a plano. Si la pieza era rectangular, con ángulos rectos, bastaban las limas normales, de tamaño decreciente conforme se acercaban al resultado deseado. Lo malo era cuando había que trabajar con ángulos de 30, 45 ó 60 grados o, peor aún, con espacios interiores, para lo cual el uso de limas triangulares, cuadrangulares o circulares complicaba el proceso. El toque final se daba con lijas -primero más bastas y más finas después- hasta que no quedase la menor traza del uso de la lima, dejando una superficie muy brillante y en condiciones óptimas para ser presentada al maestro del taller para que la calificase.
En estos ejercicios que conllevaban ángulos distintos a noventa grados o curvas o ajuste entre dos o más piezas, el proceso se alargaba. Había que realizar el “trazado”, o sea, dibujar la figura sobre las superficies una vez afinadas y aplanadas.
Una técnica sencilla era pintar su superficie con tiza mojada, que al secar dejaba una película totalmente blanca. Una vez seca la superficie, ayudados por el “mármol”, el “gramil” la “escuadra” y “punta de trazar”, dibujábamos el contorno de la pieza a ejecutar. Pero, claro, esas líneas se borrarían con el normal uso de las herramientas o con el simple paso de las manos. Para eso usamos el granete, una especie de punzón o buril con punta cónica, con el cual remarcábamos todas las líneas trazadas, dejando unas marcas leves, con forma de puntos.
El siguiente paso era realizar dos piezas, que debían encajar la una en la otra. La estrella de esta fase era la cola de milano (con permiso del rayo de Júpiter).
Como era natural, debido a los escasos medios económicos del colegio, estas herramientas debíamos cuidarlas y aprovecharlas al máximo. Llegaba el momento en que, por ejemplo, las limas habían perdido su granulado y las hojas de sierra tenían sus dientes tan gastados que, en vez de limar o cortar, se deslizaban sobre el material como nuestros pies en los charcos helados en las mañanas de invierno. Esto era especialmente habitual en las limas de desbaste o bastardas, pero no era raro en las finas y en las de media caña, y, sobre todo, en las de 14 pulgadas. Y no servía de nada usar la carda de púas metálicas para cepillar las limaduras que estuvieran incrustadas, sencillamente es que las limas estaban gastadas hasta la raíz. Pero el tesón suplía a la materia, y las piezas salían como fuera, tras miles de vaivenes con la lima.
En ese momento apareció nuestro compañero Luis con cara demudada, mitad de susto mitad de risa, y nos dijo:
–¡Félix se ha librado por un pelo de la expulsión!.
Sorprendidos por lo contundente de la frase, le pedimos más detalles, y con la gracia que lo caracteriza, nos contó:
–Se ha presentado en el taller de ajuste el Prefecto, el Padre Navarrete, para encargarle a D. Manuel algo de unas medallas a las que había que grabarles el escudo de la SAFA y unas leyendas (cosa en la que el profesor era un verdadero artista). Nosotros estábamos probando una pieza de matricería, en concreto una arandela, y como el Prefecto se mete en todo, la cogió tal cual estaba, manchándose las manos del aceitillo de engrase. Y no se le ocurrió otra cosa que limpiarse en el mono de Félix.
Conociendo al gaditano, que no se calla ni debajo del agua, nos temimos lo peor.
– A Félix no se le ocurre otra cosa que decir, con su media lengua y por lo bajinis: “por qué no te limpias en tu p.m.?”.
El Prefecto, no creyéndose lo que creía haber oído le espetó:
-¿Qué has dicho, niño?.
Y el amigo Félix farfulló:
–Yoooo, ná, joé, yo no he dicho náaaa…
No sabíamos si asustarnos o reirnos…
– Todos nos quedamos petrificados, a ver qué pasaba, pues conociendo al Prefecto se mascaba la expulsión fulminante, pero al mismo tiempo nos aguantábamos la risa por lo cómico de la situación. Vino en nuestro socorro D. Manuel, diciendo “Padre, lo que me ha pedido ya está arreglado”. Y el cura se olvidó del tema, dijo “pues muy bien”, metió sus manos en los enormes bolsillos de la sotana y se fue por donde había venido.
– Y D. Manuel, ¿qué hizo?
– Pues,viendo la que se podía haber liado, decidió terminar la clase, con su tradicional consigna: “Niños, vamos terminando, recoger escuadras, calibres, arcos de sierra, limas, todo! Yaaaa!, Vamooos yaaa!”.
Su voz era más eficaz que cualquier timbre. En pocos minutos estábamos listos, con todo el material recogido, esperando en la puerta que nos diese el permiso de salir al exterior. Nada más salir y veros, me he dicho: “tengo que contárselo a éstos, que no me van a creer”.
Al poco vimos venir a Félix con cara de susto, pero acompañado del resto del curso, que lo jaleaba y le daba palmadas en la espalda.
Era el héroe del día.
(Continuará…)
Algunas de las páginas de la literatura más cautivadoras lo han sido por atreverse con el misterio de los lenguajes técnicos: de la náutica, la pesca, la geología, etc. Así al pronto me vienen a la memoria «Gran Sol» de Ignacio Aldecoa o «Saúl ante Samuel» de Juan Benet. Y en tal línea me parece que avanzan tus últimos escritos, Jose. Un abrazo.
Ahora que los abusos sexuales por parte de curas de colegios aparece en las primeras páginas de los periódicos, sería bueno recordar que había otra serie de abusos, por los cuales los niños y jóvenes éramos permanentemente humillados y amenazados con una expulsión que, en la mayoría de las ocasiones en las que se concretaba, nos cambiaría la vida para mal. Navarrete fue un gran abusador; lo afirmo con todas las letras.
Estuve más de medio siglo sin saber (afortunadamente) nada de tamaño personaje, pero cuando me mudé a Sevilla no me sorprendió verlo frecuentemente noticiado en el Diario de Sevilla, ABC y otras media locales, dando charlas y editando libros sobre felicidad conyugal e impartiendo filosofía zen ¡Lo que había que ver y oír!