Hoy quiero hablar de uno de mis grandes amores cotidianos, aunque sean muchos y variados, como podrán comprobar, en estos veintidós meses de vida que llevo aquí, en Sevilla. Me llamo Saúl, ya sé decirlo graciosamente y lo he interiorizado como mi nombre de pila.
Mi enamoramiento por los intereses glósicos (y de juego) van en aumento, no solo en español, sino en francés o inglés; lo que me hace aprender cada día nuevas palabras que voy coleccionando, como las estampitas que mi madre o abuela atesoraban en su infancia; o mi hermano Abel tiene guardadas en cajas, primorosamente. Así, sé decir au-revoir (cuando me marcho) o the moon (al ver todas las noches la Luna, en el firmamento, desde las Setas o mi calle). El «¡hola!» no lo olvido nunca cuando llego a algún sitio o estoy -juntamente con mi hermano- en el alfeizar de algunas de las ventanas de mi piso, sorprendiendo gratamente a todo viandante que pasa; y que no tiene más remedio que responderme o sonreírme…