Recuerdos de la SAFA – 34: La tele
Nuestro mundo se poblaba de imágenes que nos llegaban a través de esos libros de lecturas, con ilustraciones más o menos fidedignas pero con descripciones que nuestra imaginación convertía en realidades. Hoy, evidentemente, parecerá muy raro, pero aquellos libros aportaban a nuestras mentes infantiles las imágenes de personas, hechos o paisajes de todo tipo, dado que la hoy omnipresente televisión era algo inexistente en nuestras vidas familiares. En mi pueblo, la televisión era un artículo de lujo del que disfrutaban cuatro ricachones, un verdadero indicador de status social, y al que accedíamos en contadas ocasiones en el salón social del Círculo Mercantil, donde nos arremolinábamos durante las tardes para ver los dibujos animados o los Chiripitifláuticos y de donde teníamos que salir cuando los socios se sentían molestos con nuestro bullicio (“A ver, que echen a estos zagales…!”) o cuando llegaba la hora de cenar.
En el Colegio sólo podíamos ver la televisión cuando retransmitían un partido de fútbol (especialmente, de la selección española) o de baloncesto (con frecuencia, del Real Madrid o el Juventud de Badalona).
De hecho, una retransmisión de un partido de la selección española significaba incluso alterar el horario de clases pues se consideraba como impulsor del espíritu patriótico y formador de vocaciones.
Así que media hora antes del partido se suspendían las clases que hubiera y formábamos para ir a la sala de tele que tocase (los mayores iban a su sala de juegos, reducto privilegiado que todos envidiábamos), en ordenadas filas que se descomponían al entrar en la sala y procurar pillar uno de los asientos más cercanos al reproductor.
El televisor, en blanco y negro y no muy grande, se colocaba sobre un artilugio elevado para que pudiésemos verlo la chiquillería que nos agolpábamos en las sillas colocadas en su entorno. Allí jaleábamos, aplaudíamos las paradas de Ramallets o Iríbar, nos desesperábamos con los fallos de Zoco o Garay, celebrábamos los centros de Gento, los pases de Velázquez o los recortes de Amancio y nos desgañitábamos si marcaba Kubala o Gárate. Ahí no había forofos de tal o cual equipo, ahí todos íbamos con la Selección. Si España ganaba el partido volvíamos a nuestra vida cotidiana un poco más reconfortados. Y si perdía, pues le echábamos la culpa al árbitro o a la conjura judeomasónica contra España.
No pocas veces se iba la imagen o empezaban a salir ondas o sencillamente aparecía una neblina gris, que llamábamos «lluvia» . Y entonces, el cura manipulaba el botón de sintonización, y todos le gritábamos “¡Más, más!”, o “¡Así, así, ahora! ¡Déjalo así!”. Poco duraba la felicidad en casa del pobre: en breve tiempo empezaban de nuevo las temidas ondas, y vuelta a toquetear el botón. Lo que más temíamos era la aparición de la carta de ajuste, porque ello significaba que el fallo era en origen y que pasaría bastante tiempo antes de que se arreglase. De hecho, más de una vez nos fuimos sin terminar el partido.
Los futbolistas eran nuestros héroes, y conocíamos sus caras y sus vidas. Quien podía, coleccionaba cromos (los menos, pues no estábamos para muchos gastos) o cajas de cerillas con sus caricaturas. Incluso había un mercado de trapicheos de las “estampas” de los futbolistas, donde un Amancio valía por otros tres jugadores, o el muy raro Rogelio del Betis era un trofeo del que nadie se quería desprender si no era gracias a un sustancioso intercambio.
Todos teníamos un equipo, mejor dicho éramos de un equipo. La mayoría, del Real Madrid o del Atlético de Bilbao; bastantes, del Barcelona (nada de Barça, ojo) y algunos, del Sevilla. Los raritos éramos del Betis o del Atleti de Madrid. Y cuando Loren o Ceballos compraban el AS del lunes con sus fotos sepia de los partidos, hacíamos cola para echarles una ojeada por turnos y leer las crónicas de los encuentros. Es verdad que dedicaban cuatro o seis páginas al Real Madrid, un par al Atleti y apenas un cuarto al Betis u otros equipos, pero más valía eso que nada.
No sé muy bien porqué, quizás por imitar a los tabloides ingleses, este diario empezó a incluir en la penúltima página una foto de una señorita digamos de buen ver, dentro del recato que la censura de la época permitía. Un día, en el estudio, un cura pilló a un pardillo con el AS dentro del pupitre, mientras le echaba una ojeada por el viejo sistema de levantar la tapa y hacer como si buscase algo dentro. Claro, se lo quitó, ante el monumental cabreo de su dueño, que miraba al pardillo con ojos flamígeros. Al hojearlo y ver la susodicha página, le dio un vahído y salió pitando del aula, derechito al despacho del Prefecto a denunciar el imperdonable pecado. El Prefecto se incautó el periódico, pero el lunes siguiente optó por mirar para otro lado. Y el AS siguió circulando semana tras semana…
Los partidos de baloncesto erán más sosegados, en parte porque la calidad de la imagen no permitía distinguir mucho las jugadas; en parte porque la brevedad de las mismas se sustanciaba rápidamente en una canasta a favor o en contra. Pero sí que tuvo un efecto benéfico: las vocaciones baloncestísticas se multiplicaron y el colegio dejó de ser un monocultivo futbolero. Yo mismo, sin saber muy bien cómo, terminé en el equipo del Colegio, con el que hicimos un papel bastante decente en las competiciones juveniles en las que participamos. Ya era habitual ver constantemente a gente jugando al baloncesto tanto en las pistas de tierra apisonada junto a los campos de fútbol como en las canchas de duro cemento que había entre las naves de habitaciones del internado.
Otro programa que no solíamos perdernos era el sabatino “Cesta y puntos” en el que dos equipos de sendos colegios (casi siempre privados, con sus uniformes, sus chandales, sus estandartes y su claque de forofos en una especie de gradas) respondían a preguntas de muy diverso pelaje, que pasaban por una mesa de dos aleros, otra de dos defensas y la última de un pivot, que podía rebotear si fallaba el otro equipo. Tanto le gustó ese programa a nuestros tutores que organizaron competiciones los sábados y domingos, aprovechando así la oportunidad de testar el nivel de cultura general que teníamos y además tenernos entretenidos en las horas en que no podíamos salir de paseo a Úbeda.
Otro momento que nos congregaba a todos ante el televisor era la retransmisión del Festival de Eurovisión, donde jaleábamos con entusiasmo a nuestro convecino el linarense Raphael, que dos años consecutivos lo intentó (“Yo soy aquel” y “Hablemos del amor”) con similar resultado: sexto o séptimo, no recuerdo bien, de quince o dieciséis concursantes. Peor fue Conchita Bautista, con su “Qué bueno, qué bueno” (que sólo debía parecérselo a ella, porque a todos nosotros nos parecía malo, malo, malo) y sus cero votos.
Por eso, cuando en 1968 ganó Massiel con su “La, la, la” nos vino un subidón de moral patria, sobre todo porque se había impuesta a la canción favorita, la inglesa “Congratulations”, del famoso Cliff Richard. Como colofón, ese año organizamos la asistencia a la romería de la Virgen de Guadalupe con una carroza, teniendo como hilo conductor la derrota de la pérfida Albión, por lo que además de otros símbolos patrios asociados (un Peñón de Gibraltar que parecía un truño blanquecino, un jugador de la selección nacional –que se jugaba la clasificación para la Eurocopa frente a Inglaterra- y una moneda de peseta enorme) aparecía una chica amiga nuestra que era la viva reencarnación de Massiel, y que fue cantando el “La,la,la” todo el camino. No sé qué tenía que ver todo esto con la Virgen de Guadalupe, pero nosotros nos lo pasamos estupendamente bien. A la ida. A la vuelta, la carroza, tirada por una mula, venía medio destrozada. Normal…
Ya en Oficialía, sea por la creciente madurez o por el deseo de nuestros tutores de mejorar nuestro nivel cultural, empezamos a frecuentar programas de TV dedicados a la música (eso sí, grupos españoles: Brincos, Bravos, Dúo Dinámico, Juan y Junior, o solistas, entre los que destacaban Raphael y Marisol, etc) o al género dramático.
Los programas musicales solían tener lugar en la noche de los sábados (“Galas del Sábado”) o en la sobremesa de los domingos (“Escala en Hi-Fi”), por lo que coincidían con nuestro horario de paseo por el pueblo, que no estábamos dispuestos a perder. Algunos sábados, tras la cena, nos dejaban ver la segunda parte del programa, donde Joaquín Prat y Laurita Valenzuela presentaban a los divos de la canción ligera (Adamo, Raphael) o patria (Lola Flores, Peret).
Sin embargo, los programas drámaticos contaron con el apoyo entusiasta de nuestro profesor de Literatura, el Padre Oviedo, que nos permitía ver obras de teatro en el mítico espacio “Estudio 1” después de la cena, con lo que disfrutábamos de un tiempo extra antes del toque de silencio. Además, antes del visionado, sacaba unos minutos para explicarnos algo del autor, de la obra o de los hechos o épocas que se representaban. Y luego, intentaba un breve forum sobre lo visto, impulsando nuestra participación y el debate entre nosotros.
Mientras la obra representada fuese un clásico (vimos varios Lope de Vega, un Calderón, un Don Juan Tenorio de muy alto nivel, un divertido “La venganza de Don Mendo” y una obra de Alejandro Casona que le gustó mucho al Prefecto y nos hizo montarla con motivo de la inauguración del nuevo Salón de Actos, dos años después) todo iba bien. Pero una obra de Buero Vallejo, escritor proscrito por la dictadura, y sobre todo alguna obra del nuevo teatro del realismo social destapó de nuevo los enfrentamientos entre las dos almas de los jesuitas. Con uno de estos programas supimos que hubo bronca entre dos de los curas que trataban con nosotros, el referido Padre Oviedo, más moderno y abierto a nuevos aires por un lado, y el Padre Baena, nuestro mentor espiritual, más retrógrado y conservador, por el otro. Creo recordar que fue la obra “Doce hombres sin piedad”, que trataba sobre las deliberaciones de un jurado en un caso de homicidio. La obra, excelente en su factura, no daba mucho de sí para el escándalo, pero en el coloquio que el Padre Oviedo hacía al terminar cada obra hubo preguntas sobre el sistema judicial que aparecía en la obra y la inevitable comparación con España. Y ahí se lió, pues alguno dijo alguna frase no muy acorde con los lo admitido en aquellos tiempos, y el Padre Baena, al enterarse, montó en cólera. Según nos dijeron, la cena en el comedor de los curas fue de todo, menos pacífica.
(Continuará…)
O tempora! Excelente artículo, José Luis. Espero y deseo ver tus Recuerdos de la Safa recogidos en un libro.
Respecto a la televisión; si la memoria no me traiciona, fue el Rvdo. P. Navarrete Loriguillo, nuestro inefable prefecto, quien adquirió un televisor para uso y disfrute del alumnado y debió ser allá por 1962 (¿o 1963?) Quiero recordar que cada división teníamos asignados una noche a la semana para disfrutar de la tele después de cenar. Como nota que añado es que el susodicho P. Navarrete Loriguillo, después de adquirir el televisor, se dirigió a nuestros padres por carta (que Casiano escribía y cursaba) pidiéndoles una contribución pecuniaria que ayudara a pagar el televisor (ocurrencias de este hombre; tuvo muchas más).
Le dije a mi padre que no pagara porque yo no veía la tele (no sé si me hizo caso). La razón: fui un adolescente pequeño y con miopía progresiva; solo veía bien durante uno o dos meses después de cada cambio de lentes. El salón de la tele estaba entrando al edificio de Magisterio, primera planta a la derecha. Cuando entrábamos, todo el mundo se lanzaba en tromba a coger los mejores y más cercanos asientos y, lógicamente, a los esmirriados nos dejaban los lugares más oblicuos y lejanos al aparato, desde donde los miopes no veíamos bien. Pese a que reporté mi situación al inspector don S., no conseguí una “discriminación positiva” (entonces, el débil se jodía sin más). El resultado fue que me retiré de ver la tele y me iba a la cama. Vaya mi agradecimiento a don S. porque contribuyó a hacerme una de las personas que menos tele ha visto en España (algún telediario). O mores!
Gracias, Alfredo, por tus palabras.
Tus recuerdos son correctos, y la distribución en los asientos de la sala de TV era más un desparrame que un asentamiento ordenado. Si te tocaba de la quinta fila para atrás, te imaginabas la imagen, porque apenas se veía. Luego, cursando Oficialía, compraron un aparato un poco más grande y de mejor calidad, además de que había otros sitios donde verla.
Perfecto retrato de una época en la que cualquier novedad tecnológica era un gran acontecimiento.
Tu artículo, José Luis, con esas entrañables fotos me ha transportado a un tiempo en el que despertábamos a la vida. Una vida en blanco y negro, de luces y sombras.
Gracias.
Gracias, Diego. Las fotos me han llevado su tiempo para localizarlas, pero ahí están. Y lo curioso es que al buscar el video de Estudio 1 para insertar la emisión de «12 hombres sin piedad» no resistí a la tentación de verlo de principio a fin, y además de encantarme no deja de sorprenderme la calidad de aquellos espacios dramáticos de la tele, contrastando con la zafiedad actual.
Vidas paralelas, Jose, aunque yo no fuera alumno de los jesuitas. Y muy en contexto lo del Peñón como un truño.😄😄