Cuando la gente camina por el centro de Sevilla no para de sorprenderse al encontrarse -diariamente- con un niño morenito y súper simpático que hace las delicias de todo aborigen o forastero, pues siempre se siente interpelado y saludado por él con una gracia y una alegría encomiables.
Da igual el día en que te lo encuentres (o la hora), incluso aunque sea un lunes aciago, ya que él irá en su carrito con su abuelo materno o andando con desparpajo y graciosamente, haciendo las delicias de todo viandante.
Es digno de admirar cómo los sevillanos, con su gracia especial (y, especialmente, las féminas) e incluso extranjeros (y eso que ahora, con el tema de la pandemia, no abundan tanto por esta capital del turismo mundial), se hacen eco de su simpatía y saludos continuados exclamando, más de una vez, «¡Qué bebé más rico y simpático!». «¡Está para comérselo!». «Cucha, ¡qué alegría lleva dentro…!» «¡Mare mía, qué bombón más apetecible!». Hasta la abuela materna ha oído decir a una pareja « Mira qué pepón…»
Y Saúl, que así es su nombre, se hace eco alegre de los saludos, las sonrisas, las cucamonas y los parabienes de todo aquel que encuentra a su paso, aprovechando para hacerles sus gracias más preciadas: tocar las palmas a su más puro estilo sevillano y andaluz; decir adiós con ambas manos, abriéndolas y cerrándolas muchas veces y continuamente con esos deditos de nácar que posee; sonriéndole abierta y llanamente como si lo conociese de toda la vida; diciendo “au revoir” (resumiéndola en ou vuá…; palabra muy parecida a la que usa como talismán para casi todo: AGUA, aunque bien sabe distinguir cualquier líquido de otra cosa que no lo sea; así que para él el vino, el aceite, el líquido hidroalcohólico, etc. son agua).
Y qué contento se pone cuando va en su carrito y ve agua de lluvia (o de lo que sea) esparcida por los suelos. Su gran delicia, como cualquier niño o hijo de vecino, es pisotearla y machacarla con alegría y fruición; y, si lo dejan, marranear con las manos. Y que se da un arte el gachó…
Lo conocen en todas las tiendas del barrio por su belleza, candor y simpatía, así como en toda la vecindad; y no hacen más que decirle múltiples y originales piropos que a él, ahora mismo, le sirven de refuerzo continuado para incrementar su simpatía y empatía manifiestas. Y que los sevillanos bien saben rematar con «Mi arma…» y un chorro de diminutivos, a cuál más original y gracioso.
Al ser el segundo hijo de su familia y tener un hermano mayor, lógicamente, todo lo que hace éste quiere imitarlo; y es tan gracioso verlo cómo coge los lápices de colores o rotuladores y pretende hacer un dibujo como su hermano Abel, aunque aún no sepa; pero voluntad no le falta para pintarrajearlo todo. O hacer carreras de coches en su largo pasillo, tratando de ganar a su hermano a ver cuál de los dos llega el primero, aún sabiendo -de antemano- que será Abel quien lo consiga.
Lo mismo le pasa cuando practica el juego del escondite que tanto le gusta a Abel también. Saúl se esconde detrás de su cuna (o del sillón del abuelito o de cualquier esquina) esperando a que llegues y lo descubras diciéndole «uhuhuh…» o le digas «¿dónde está mi nene?», riéndose a carcajada batiente. ¡Ah!, y no se harta de jugar e ir a meter los dedos en los enchufes y/o engancharse en los cables de la televisión u ordenadores (o encender luces pulsando los interruptores que tiene a mano), pues para él es un juego muy atrayente y que disfruta de lo lindo, por más que se le diga repetidamente «no o ca-ca», pues entonces es cuando más insiste en ello.
Es tan gracioso verlo despedirse y saludar a los autores de la biblioteca de sus abuelos maternos, mientras los va sacando de sus lugares de origen para acunarlos y tirarlos por el suelo del salón, no sin antes pasarles su manecita y señalar sus fotografías de portada o lomo con su dedo índice, como escogidos autores de sus abuelitos, saludándolos con franqueza y dedicación, cual conocidos de la casa en la que habitan: Francisco Ayala, James Joyce, Ramón Gómez de la Serna, Pío Baroja, Miguel de Unamuno…, cuyas obras completas y fotografías andan impresas en el lomo y le sirven a Saúl de referencia para saber que allí hay alguien importante.
¡Qué risa le da a Abel cuando Saúl dice «ca-ca» y va a rescatar el pico que le han quitado con ella! Y que lo dice bien clarito «ca-ca, ca-ca…».
En fin, no paro de contar las mil y una anécdotas diarias que protagoniza este niño morenito y guapo, con su bello perfil de Ferrándiz (que está para comérselo) y su barbillita partida, como Jesucristo o Kirk Douglas, que ya empieza a aclarársele el pelo conforme va creciendo, pues toda la familia disfruta con él un montón; más que visionando cualquier película al uso, siguiendo sus gracias, sus pasos y sus manifiestos adelantos en el lenguaje, la psicomotricidad y los diversos campos del vivir cotidiano, aunque es especialmente el abuelo materno el que lo disfruta a gusto y a conciencia (y casi en exclusividad) todas las mañanas laborables, ya que bien se necesitan ambos, mientras los padres trabajan y el hermano está en su cole. ¡No sabemos quién se necesita más de los dos; aunque, seguramente, sea el abuelo!
No le gusta faltar a la frecuente inspección de frutas, en el frutero que tiene tan a la mano en la cocina de sus abuelos maternos, y hacer sus correspondientes “aporreceamientos”. También le encanta abrir los cubos de basura o de los cartones o plásticos, pues parece un monosabio imitador de todo cuando ve que hacen los mayores. Le chifla meter las manos en los enchufes, por eso hay que ponerle guarda-enchufes, que con sus hábiles manos ya sabe incluso sacar mejor que los mayores, mientras ellos necesitan las llaves para hacerlo pues sus dedos son más gruesos.
Ahora dice “ta-ta”, en lugar de ca-ca, al oírlo decir a su hermano mayor, quien se ríe a carcajadas porque ve que no lo dice como al abuelito le gustaría, sino “ta-ta”, como él le repite, una y otra vez; ya que su poder de convicción y cercanía sobre su hermano pequeño (respecto al lenguaje y otros aspectos de la vida) es infinitamente mayor que el del abuelo.
Es graciosísimo ver y oír a Saúl, al salir del ascensor de los abuelitos maternos, empezar a llamar a Tango (el perro salchicha, cachorrillo y juguetón como él) de Carmen, la vecina de sus abuelitos, en su especial lenguaje, pues se puede apreciar una connivencia propia de seres angelicales que todavía no han perdido su santa inocencia.
No menos curioso y simpático es observar el manejo que tiene este guapo niño sevillano de las tarjetas (de crédito o de lo que sean), con las que su abuelo materno le deja jugar tranquilamente en casa, pues el otro día en la frutería de María se empeñó en pagar él con ella, como hace siempre su abuelito, y la pasó por el datáfono perfectamente, con su correspondiente ruidito de respuesta afirmativa. No se hicieron esperar las carcajadas y el regocijo general de todos los presentes. Y no se conformaba con ello sino que Saúl quería que María le dejase jugar con el datáfono, como ya lo hace con los mandos a distancia o el teléfono fijo prodigiosamente. Y es que este niño ha nacido en la era digital y como tal ejerce.
Le gusta manejar las llaves de los mayores pues sabe que con ellas se abren puertas y, junto con la mascarilla, tiene el pasaporte asegurado para estar callejeando todo el día…
Cuando Saúl hace pocos días ha cumplido sus flamantes 14 meses, hay veces que el abuelo materno se encuentra fantaseando de que anda chupeteando a Saúl (aunque lo hace siempre que puede), como si fuese un chupachups, mejor que comérselo con papas, ya que así duraría más su sabor dulce y tierno, persistiendo en la boca durante mucho tiempo: todo el tiempo del mundo…
Su alegría de vivir y de su fantástico descubrimiento del mundo es contagiosa, por eso es tan bonito y entrañable tenerlo tan cerca.
¡Saúl, sigue pateando y sonando alegremente por todo el centro de Sevilla mientras seas, durante el mayor tiempo posible, en nuestra familia y entorno, nuestro más luminoso y sonoro cascabel!
Sevilla, 27 de noviembre de 2020.
Fernando Sánchez Resa