TOMARNOS EL PELO
En una página de Facebook de cosas de Úbeda hay quienes suben a la misma fotografías de antaño, en especial de los años de la dictadura. Se contempla en dichas instantáneas el enorme diferencial, el abismo que nos separa de aquellos años.
Es argumento que se utiliza a veces para ensalzar la labor del dictador, que a lo largo de su mandato nos llevó de aquello hasta esto. Y sin discutir que esa evolución se produjo – ¡el turismo es un gran invento! – también habrá que decir que a la fuerza ahorcan y que por la deriva económica que se experimentaba en toda Europa, y aunque como siempre llegásemos tarde, las cosas habían de cambiar sin más remedio. Y bien que lo fuimos notando, cuando veníamos de donde veníamos, y aprovechando aunque fuese a costa de nuestra emigración en masa.
Pero no es de eso de lo que quería escribir.
En esas fotografías se ha colocado la de una barbería que existía en la Calle Real (antes José Antonio, aunque todos le llamábamos como lo primero) y a raíz de eso las personas memoriosas se han descolgado con el tema de las barberías que en dicha calle existieron. Y digo existieron porque ahora ya no hay ninguna.
Siendo que era la Calle Real una por entonces muy concurrida vía y donde radicaban comercios varios, paso de la Plaza Vieja hasta las otras plazas e iglesias del casco histórico, en la misma pues se situaron los locales de los maestros barberos. Que se les decía barberías, que no peluquerías porque este término quedaba para los locales donde las señoras y señoritas se trataban sus cabellos y peinados (¡ay, esa permanente!).
Hasta cuatro locales han llegado a localizar los exploradores o testigos del tiempo en que estuvieron. De hecho desde arriba de la calle hasta su final, estratégicamente situados. Pelaban y afeitaban a los varones y chiquillería (bien, estos no se afeitaban y a veces ni se dejaban por las buenas meter mano en la cabeza, dando un buen escándalo en el local y a la concurrencia presente).
Porque casi siempre había en cada una de ellas, según afinidades y preferencias, sujetos que se pasaban sus buenos ratos allí, sentados en las sillas de espera y dando palique a unos y otros; fuentes pues de chismorreos y agencias de noticias de primera mano, sobre todo locales, claro.
Al menos tenían dos sillones, no sillas eléctricas pero se les parecían bastante según cómo se les miraba, en los que oficiaba el maestro y titular del negocio y algún ayudante más o menos diestro en el oficio. Paradójicamente muchos preferían los trabajase el ayudante por diversas razones.
A mí y a mis hermanos nos pelaban en la barbería que había hacia lo alto de la calle, frente a la Imprenta de la Loma. La regentaba el maestro Miguel Roa (creo que procedía de Torreperogil). Y meternos allí tenía su razón de ser, que mi padre trabajaba en la imprenta de enfrente así que nunca llevábamos dinero para pagar el pelado, porque luego mi padre ajustaba con el barbero. Eso sí, en cuanto salía yo del tormento me pasaba a la acera de enfrente, llamaba al taller y buscaba a mi padre; hecha la revista obligada sacaba mi padre una perra gorda y con ella, tan eufórico, me largaba yo al carrillo de María la Pelijas (así la llamábamos) y le compraba un “cuquito”, que era un caramelo basto y sin envolver.
En las barberías, como queda dicho, también hacían la barba, de ahí su tradicional y centenario nombre. Que algún mozalbete fuese a la barbería por esa necesidad ya era un signo evidente de que entraba en la categoría de hombre (al igual que otra señal era volver de la mili y poder fumar en presencia de tus mayores, que antes eso te procuraba un buen bofetón). Y si era la primera vez… Vamos, como el paso del Ecuador en los barcos.
La navaja barbera bien utilizada (y no como en la película de Buñuel y Dalí para jorobar al pobre Lorca) junto a los paños calientes aplicados a la cara previamente era todo un rito relajante y ríase usted de una sesión de spa. Si había pelado y afeitado ya era la transmigración del budismo. Lo que te podía enervar era observar cierto temblor en la mano del barbero o que le acometiese en plena faena un acceso de tos. Terminar el rito sin el correspondiente recordatorio de la fragilidad de este mundo era casi imposible y no lo digo por el coste de la faena.
Como los mozalbetes íbamos de machotes pedíamos al finalizar y para remate la aplicación de un tónico o refrescante; se podía elegir, ciertamente, pero existía uno de la marca Floyd que era metralla pura, alcohol de quemar camuflado con aroma (hasta el envase y su etiqueta era modelo de época pasada), que cuando te lo pasaban por la cara, recién pulida y abiertos todos sus poros, era como si un incendio te abrasara a lo vivo. Pero, como escribo, debíamos demostrar que éramos unos machotes y nos sometíamos de buen grado a tal tormento. Yo creo que algunos de los que esto leéis sabréis perfectamente de qué iba la cosa…
Afeitarme en una barbería lo hice muy pocas veces y creo recordar que la última vez fue en vísperas de casarme, que ya ha llovido. Pero sí que te dejaban la cara como el culito de un bebé.
Que me pelasen también duró hasta que entró en el ruedo mi parienta la cual ni corta ni perezosa y aduciendo maestría en la faena se determinó a ser la que con cierta regularidad (o sea, cuando ella lo decide) me aligeraría del cabello sobrante. Ahí sigue en el empeño y yo me pregunto que a qué esa afición si apenas si me quedan pelos a los que cercenar. Pero en fin, así se entretiene. Yo me deprimo viendo cuan poco pelo cae ya al suelo.
Las malas lenguas decían que en alguna barbería de esos tiempos de Maricastaña la mujer del barbero ofrecía ciertos servicios añadidos, cosa que no puedo afirmar porque nunca lo comprobé. Ahora en algunos locales de ciudades grandes regentados por chinos se habla también de servicios extras, en la trastienda generalmente y con “final feliz”… Vaya usted a saber el catálogo de lo que se ofrece o practica.