Recuerdos de un safista – 18: ¡Por fin ya es domingo!
El domingo llegó, con su promesa de un día sin clases ni estudios, y que suponíamos de asueto y jolgorio, como cuando estábamos en nuestro pueblo. Pronto me di cuenta que de eso nada de nada.
Es verdad que nos despertamos un poco más tarde, pero pronto descubrimos que seguíamos teniendo actividades a tope. La rutina seguía tal cual: levantarse, vestirse “de domingo”, aseo rápido, hacer las camas, formar filas y directamente al bloque de aulas, al distribuidor, donde nos fuimos juntando todos los alumnos, agrupados por divisiones: los de la Primera División en el tramo de escaleras de subida al primer piso, los de la Segunda, entrando a la derecha y nosotros, al frente, ante el pasillo de acceso a las aulas de Preaprendizaje y Oficialía.
Rápidamente tomó el mando Don Isaac M., y ordenó que nos reagrupásemos por voces. Nosotros nos quedamos donde estábamos, pero los de Oficialía se dividieron y en la Primera División una serie de alumnos mayores bajaron a nivel de planta. Pronto nos dimos cuenta de que estábamos así por la tesitura de nuestra voz: nosotros, los tiples, en el fondo, ante Don Isaac, los tenores a su derecha y a su izquierda, en la parte alta del tramo de escaleras, y los barítonos y bajos delante de él, ante la barandilla.
Rápidamente entramos en materia: se trataba de ensayar algunos pasajes de la misa que tendríamos a continuación. Los de la Primera y Segunda División se sabían las letras y la música de años anteriores, por lo que D. Isaac se centró en nosotros, haciéndonos repetir algunos pasajes que él pensaba como más representativos. En este primer ensayo nos resultó fácil hacernos con el “Sanctus”, (repetíamos tres veces el Sanctus y luego, del tirón, algo así como “Pleni sunt caeli et terra gloria tua”, luego una frase que veíamos en una cinta que sostenían unos angelotes en un cuadro coloreado “Hosanna in excelsis”, y luego algo de “benedictus” o así) pero otros himnos nos salieron regular a los más novatos, así que nos dijo: “En éste, callados”. Y eso hicimos esa semana y algunas más, hasta que los dominásemos.
Tras ensayar varios temas, resueltos por D.Isaac con maestría, rápidamente salimos al exterior, y formamos por divisiones, de tres en fondo, ante el bloque de aulas mirando a la iglesia. A una orden del Prefecto, empezamos a desfilar marcialmente (o al menos, eso intentamos nosotros) hasta llegar a la portada, donde nos ordenaban: “¡Alto! ¡A cubrirse! ¡Derecha!”, permaneciendo firmes hasta que un alumno y un cura, en el balcón procedían a izar las banderas de España y de la SAFA, mientras cantábamos el himno.
Tras ello, y sin solución de continuidad pasábamos a la iglesia, donde nos colocábamos en los lugares preasignados, nosotros en las primeras filas a la izquierda, dejando en las filas delanteras a nuestra derecha a bastantes personas ajenas al colegio, y las demás divisiones detrás. Esta misa era más o menos igual que las diarias, con la diferencia de que tenía más pasajes cantados, sonaba el órgano a tope y además asistían bastantes vecinos de Úbeda
Empezamos normalmente, pero al llegar al Gloria sonó el órgano y sobrevoló sobre nuestras cabezas la voz de Don Isaac iniciando el canto, tras lo cual un coro a tres voces entró de forma magistral, y a partir de la primera estrofa, seguimos el resto de los asistentes. Me pareció algo impresionante, nunca había oído cosa igual, ni siquiera en la SAFA de Riotinto, donde cantábamos algunas partes de la misa, pero a una sola voz y sin esta maravillosa polifonía.
Mientras duraba la misa, los confesionarios estaban a pleno rendimiento (aunque me di cuenta de que en alguno había cola y en otro no había casi nadie. Esto tengo que averiguar el por qué, me dije…), pues se daba por supuesto de que todos comulgaríamos, y no era cosa de llevar la contraria. Así que cuando el cura, ayudado por los dos monaguillos, bajaba a repartir las hostias consagradas, se formaba una enorme fila. El Hermano P., que estaba en todo, con un gesto nos indicó que esperáramos hasta que comulgasen las personas de Úbeda, luego los de la 1ª División, luego los de Oficialía y al final nosotros.
En años sucesivos, cuando oficiaba la misa el P. Rector nos elegía a mí y a mi paisano y tocayo como monaguillos para que le ayudáramos en los oficios, tarea que empezaba media hora antes, en la sacristía, comprobando que todo estaba en orden, las vinajeras llenas, los hábitos sagrados bien colocados, el misal abierto por la página del día, y los libros de lecturas sacras (Epístolas primero y Evangelios después) colocados en el atril de lectura con las marcas bien visibles.
Luego nos vestíamos nosotros con unas túnicas o sayales blancos que nos arrastraban y que teníamos que coger con un cordón bien apretado a la cintura, y a continuación ayudábamos a vestirse al cura. Lo del amito y el alba era fácil, pero lo más complicado era colocarle bien la casulla, una prenda a modo de capote rígido y pesado, abierto por los lados, que resolvíamos colocándonos cada uno a un lado, levantando el capote y el cura se colaba por debajo, sacando la cabeza por el hueco. Afortunadamente ya en Oficialía podíamos hacerlo sin tantos problemas, pues nosotros habíamos crecido y él seguía siendo de baja estatura. Había momentos delicados, como cuando ayudábamos con las vinajeras y nos temblaban las manos por el intenso frío, o estando de rodillas teníamos que tocar la campanilla en la consagración y a veces el badajo no repicaba sino que rodaba por su cara interior, haciendo un ruido ratonero que nos hacía merecedores de una miraba reprobatoria que nos dejaba helados. Tampoco era raro el incidente de pisarnos a nosotros mismos el borde interior de la túnica, que era de varias tallas superior a nuestra estatura, cuando bajábamos los escalones para ayudar en la comunión, con riesgo de caernos de boca con la patena en la mano. A cambio de estos desvelos, luego teníamos derecho a un desayuno de primera, en el que las monjas nos mimaban y nos daban tortas dulces y magdalenas, y unos vasos de leche de las vacas de la granja que nos sabían a gloria.
Cuando el cura decía “Ite missa est” todos contestábamos aliviados “¡Deo gratias!” y salíamos en filas hacia el comedor, con las tripas rugiendo de tanto ayuno. Normalmente, el domingo se permitían ciertos lujos en el desayuno, como poner mantequilla de los americanos, y leche recién hecha (sí, hecha, como en la escuela, disolviendo los sacos de leche en polvo de la ayuda de los USA en enormes calderos, luego trasvasada a unas cafeteras metálicas que precisaban de las dos manos para ser manejadas). Podíamos coger dos trozos de pan (que si normalmente eran del día anterior, pues se fabricaban cada tarde en la propia cocina del colegio, los domingos estaban recién hechos de esa misma mañana) y además podíamos repetir el tazón de leche!
Ya reconciliados con nuestros estómagos, volvíamos al dormitorio a terminar de arreglarlo y dejar las camas y pertenencias listas para la revista que harían las monjas a continuación, y que significaría una nota en nuestro expediente. Todo lo que no fuese un 9 o un 10, era mala nota. Pero si la cama no estaba al gusto del inspector cogía las mantas y las tiraba al suelo, y ponte tú a rehacerla de nuevo…
El resto de la mañana, que teníamos libre, lo único que hacíamos era esperar la hora en que nos dejaran salir a la calle. Pero antes nos llevaron al estudio, porque era la hora de escribir cartas a nuestras familias.
En silencio absoluto, cogimos una hoja del bloc y nos aplicamos a informar a nuestras familias de las novedades. Pero mi compañero del pupitre de delante, que ya había estado interno en 1º de Pre, se volvió y me avisó:
– “Cuidado con lo que escribes, que los curas leen todas tus cartas”
No le di mayor importancia, pues en aquellos tiempos no teníamos nada claro eso del derecho al secreto de las comunicaciones ni cosas así. Me apliqué, con la letra más clara que pude, a mandar mis noticias a casa:
– “Querida madre y hermano: Me alegraré que al recibo de ésta estéis todos bien de salud. Yo estoy muy bien, gracias a Dios…”
Colocaba un:
– “Ya me he gastado el dinero que traje, pues he tenido que comprar muchas cosas de estudio…” (a ver si en la próxima carta venía un billete de un duro)
Y terminaba con un:
– “Me despido por hoy atentamente, esperando que no dejéis de escribirme a vuelta de correo, que vuestras noticias para mí son siempre motivo de alegría y satisfacción. Os mando muchos recuerdos para los titos y para todo el que por mí pregunte, y un abrazo muy fuerte de éste que lo es y lo será siempre”
Al terminar la carta, nos acercábamos a la mesa del profesor, cogíamos un sobre de color manila con el escudo de la SAFA y metíamos la carta, doblada en cuatro, sin cerrar el sobre. En el armario que había en el estudio comprábamos el sello con la cara de Franco y se lo pegábamos y escribíamos la dirección esmerándonos en la letra. Tras ello lo dejábamos encima de la mesa, y el cura los recogía todos.
Normalmente, al domingo siguiente, en esta misma hora se nos repartía la correspondencia de nuestras familias, entregándonos los sobres abiertos. Nunca supe si me tacharon alguna frase, como tampoco supe que hubiesen interceptado una carta de mi casa. De todas formas, a nadie se le ocurría decir lo que pensaba, fuese del tema que fuese.
No era raro que la mañana de los domingos se rematara con una conferencia, que lo mismo la daba un cura del colegio que, a veces, un invitado de fuera. No era ésta precisamente la ocasión en que más atentos nos mostrábamos…
Tras la comida, unos minutos para subir al dormitorio corrido y enseguida a formar en la explanada. Todos nerviosos, expectantes por salir a la calle. El cura, tras comprobar que no estaba ninguno de los castigados sin paseo, abría la puerta pequeña y salíamos en grupo, en tono a él, como un rebaño impaciente.
(Continuará…)
NB: La descripción de la imagen aparece al pasar el cursor sobre la misma.
¡Qué bello recuerdos de nuestras grandes Escuelas !
Yo, al ser externo, no podía tener esas mismas vivencias…
Un día, mi compañero de clase Rafa Cayola y yo fuímos a apuntarnos en el coro.A él, excelente tenor, lo cogieron enseguida.y yo tuve que esperar a Magisterio, con el hermano Casares, para cantar en la Coral.
No sé qué tipo de voz era la mía; no me dio tiempo a saberlo; porque la gestión que hizo d. Isaac de ella, durante los ensayos que describes, en el edificio de aulas, fue ordenarme un completo silencio; cosas que yo ya extendí por propia cuenta, para todos los dias de ensayo que habrían de venir.
No le costó mucho trabajo a d. Isaac localizar aquea voz disonante; dió una vuelta rápida a todos los lados del cuadrilátero, aplicando uno de sus oídos más que el otro. Una vez satisfecho con su rápido vuelo de reconocimiento, se quedó plantado ante mi grupo, y esta vez con la mirada más que con los órganos auditivos, clavó esta en mí y estirando su brazo e índice derecho, dijo con total resolución «»tú, niño, cáyate»»
Tal era el sentido de la obediencia que tenía yo inculcado, que hasta hoy en día, nadie me han vuelto a mandar a callar en algún sitio en el que se estuviera cantando, por muy informal y desenfadada que fuera la ocasión. No me ha ido mal mi decisión.
Me confirmo, José Luis, en mi sospecha de que, en la segunda mitad de los ’60, la SAFA de Úbeda era más restrictiva que la de la primera mitad que yo viví. El izado de bandera y el canto del himno era una ceremonia que, en mis tiempos, solo se celebraba en ocasiones raras y especiales. Veo que en tus tiempos era normal en los domingos. Parece que el P. Arrupe no tuvo apenas influencia para una apertura de la SAFA y los nacional-catolicazos mandaban a sus anchas; quizá la SAFA iba en dirección opuesta a la sociedad española.
Las colas para confesarse me han recordado las que hacíamos para confesarnos con el muy solicitado P. Arcellus, que confesaba en la capillita lateral del fondo izquierda de la iglesia. Confesaras lo que fuera te recomendaba que no pecaras más y te endilgaba una penitencia de tres Avemarías.
Otra cosa, en mis tiempos no asistían a nuestras misas y demás ceremonias personas de Úbeda.
Desayunabais algo mejor que nosotros; no nos daban mantequilla en el desayuno, aunque nosotros teníamos la nuestra; así llamábamos a la margarina Musa (de Córdoba) que comprábamos a cuatro pts el paquete (era la más barata). Aprendí eso de «grasas hidrogenadas» que aparecía en el paquete.
Y le diría a Pedro Pablo que los externos eran otra clase social, diferente. Sentía verdadera envidia cuando se iban a almorzar a sus respectivas casas, porque, por muy pobres que fueran, comerían mejor que nosotros, los internos. Cuando cuarenta años más tarde le dije esto a un compañero externo, se extrañó muchísimo. Se entienden hoy los beneficios de vivir en una ciudad grande con Universidad o, por lo menos, con centros de enseñanza secundaria para que los chicos no necesiten ir a un internado.