Recuerdos de un safista – 14: Las lecturas I
El estudio se hacía tedioso. El día amaneció lluvioso y aunque no habían llegado los fríos polares que tanto nos harían padecer, todos nos frotábamos las manos y nos soplábamos la punta de los dedos. Durante el recreo, apenas pudimos salir de los porches por la lluvia. Terminó la hora de estudio y tocaba clase de nuevo. Ahora no hizo falta que nos separáramos los Delineantes de los Mecánicos y Electricistas, pues iba de Lengua Española. El profesor, el Padre G. nos explicó que una parte importante de la materia serían las habilidades lectoras y escritoras. O sea, que teníamos que leer cada mes algunos de los libros que nos recomendara, y redactar narraciones cortas, de dos páginas, en nuestros cuadernos, de temáticas inventadas, basadas en hechos inventados o inducidos por las mismas lecturas.
Para lo primero, nos explicó el sistema de préstamo de libros: había una pequeña biblioteca de libros de lectura, de nivel elemental, en esta misma aula de estudio, en un armario con llave que estaba al lado del de los artículos de papelería, del cual tendría llave nuestro cura tutor y el delegado. Estos libros se podían tomar y leer en las horas de estudio, y sólo había que dejar constancia de su retirada en una lista que había dentro del armario, indicando el nombre del libro, el del alumno, su número y la fecha de retirada. El delegado o el Hermano P. anotarían la fecha de devolución. Otra vía, para libros de más enjundia, y de los que teníamos que leer uno al menos cada trimestre, era ir a la biblioteca (que nos dijo que estaba en la planta baja del edificio principal, entrando por el patio de columnas, a la izquierda) en las horas indicadas para ello: algunas mañanas coincidiendo con los recreos, todas las tardes de 5 a 7:30 y los sábados toda la mañana, para retirar el libro, uno de cada vez, que podíamos llevarlo al dormitorio o al estudio y conservarlo durante quince días.
De los primeros, de lecturas básicas, pronto devoramos varios recomendados, en primer lugar los de la editorial Magisterio Español, que ofrecía tres niveles:
Pero la verdad es que pronto empezamos a dejarlos de lado, porque nos parecían muy simples, blandengues y poco adaptados para nosotros… De hecho, no nos reconocíamos en los personajes de los textos que leíamos. Parecían de otro planeta, donde todo funcionaba bien, todos los buenos chicos tenían premio y todos los malos cometían pecados tremebundos y recibían castigos terribles. Nos mirábamos a nosotros mismos y pensábamos “ojalá yo fuera como ese niño del cuento”. Pensábamos en nuestra casa o en nuestra familia, que tiraban para adelante como podían, con grandes esfuerzos y privaciones, y no entendíamos eso de las familias con criadas, o que el padre tenía que ocuparse de sus cortijos o sus fábricas, y la madre estaba ocupada en acudir a actos de beneficencia o acoger reuniones sociales en su mansión.
Nos gustaban más algunos libros de Vicens Vives, más adecuados a nuestra edad y condición, o los de Escuela Española, con narraciones más interesantes:
Algunos empezamos a buscar algunos libros más especializados, de historia, de literatura o de viajes, que hacían volar nuestra imaginación hacia territorios ignotos, que soñábamos con visitar alguna vez, o rememorar hazañas de grandes hombres del pasado, que nos parecían gigantes.
Gracias a estos libros pudimos saber de las hazañas de los descubridores, en primer lugar, claro está, de los españoles. Así, nos llamaba la atención la gesta de Pizarro y sus trece compañeros, con lo de la raya en la playa de la isla del Gallo, o lo de Hernán Cortés en la Noche Triste o lo del loco Aguirre navegando por el Amazonas, pero también de extranjeros que nos eran totalmente desconocidos hasta ese momento mágico en que abríamos el libro. Recuerdo la admiración por la aventura de Livingstone y su encuentro con Stanley (“Mr. Livingstone, I supose…”), la búsqueda de las fuentes del Nilo de Burton y Speke, y sobre todo las expediciones a un territorio tan mítico y misterioso como la ciudad prohibida de Tombuctú, con la picardía de René Caillié, que se hizo pasar por musulmán adoptando el nombre de Abdallahi y colarse hasta la cocina en la ciudad sagrada de los tuaregs. Yo me imaginaba a lomos del camello, embutido en las amplias vestiduras azules de esta tribu, con el enorme turbante que servía a su vez de protector facial y de máscara, entre feroces guerreros armados de cimitarras y espingardas, desplazándonos por inmensas dunas, acampando junto a un wadi en torno a una escuchimizada hoguera y acechando a las caravanas que cruzaban el gran vacío del Ahaggar.
Estos libros de viajes nos llevaban, embarcados en la curiosidad, a consultar los atlas de la biblioteca, entre los cuales había unos de la editorial Vicens Vives con páginas en blanco en el dorso de cada mapa, donde aparecían anotaciones de alumnos que los habían usado antes que nosotros. Esos mismos atlas, por cierto, son los que usé a menudo para hacer los mapas que nuestro profesor de Geografía nos obligaba a realizar, y de los cuales nos examinábamos trimestralmente. Desde entonces soy capaz de reconocer el perfil de todas las provincias españolas, de las naciones europeas y de la mayoría de las naciones americanas y asiáticas.
Los libros que contaban hechos históricos tenían mucho éxito entre nosotros, porque nos entretenían en una época en que no teníamos ningún acceso a recursos audiovisuales, y nos permitían soñar con momentos, paisajes, hechos, batallas y banderas al viento. No eran extraños los libros que narraban hechos del Imperio hacia Dios, o de las glorias de la España cristiana, o de las hazañas de los conquistadores en el Nuevo Mundo e incluso de los hasta entonces desconocidos evangelizadores que llevaban la palabra de Dios a los desvalidos indígenas. Entre éstos, tenían gran difusión en la SAFA la labor de los ilustres jesuitas: S. Ignacio de Loyola, S. Francisco Javier, S. Estanislao de Kotska, S. Francisco de Borja, S. Pedro Claver, S. Luis Gonzaga, S. Pedro Canisio, etc.
Incluso había en la biblioteca unos libros, encuadernados en cuero y con lomos dorados, con las vidas de estos ilustres próceres jesuitas, iluminados con unos grabados románticos magníficos. Uno de estos libros me lo llevaron a la enfermería, cuando tuve que pasar varios días encamado, y la verdad es que me gustó por los magníficos grabados que adornaban sus páginas. Al verme continuamente con él en la mano, el P. Rector, en sus visitas habituales a los enfermos, supuso que yo tenía una vocación oculta hacia el sacerdocio, y se empeñó con denuedo a hacérmela aflorar. Por lo pronto, me nombró su monaguillo para las misas diarias que celebraba a solas en la capilla. Pronto se unió a este club mi paisano y tocayo José Luis S R, lo que nos obligaba a darnos unos madrugones de órdago, pero a cambio desayunábamos como los dioses (iba a decir como un obispo, pero quedaría feo en un colegio de curas), con unos vasos de leche de las vacas de la granja y unas tortas enormes, azucaradas, o incluso unas madalenas casi esféricas, grandes y esponjosas.
En 2º de Oficialía, con el Padre Diego O. sería norma perenne lo de leer libros, aunque con mayor frecuencia y de mayor nivel, hacer un resumen del mismo y redactar nuestras propias narraciones. La verdad es que consiguió mejoras en todos nosotros y alguna que otra vocación literaria. Todavía conservo por ahí un cuento corto que escribí sobre un viaje en la Luna (no a la Luna, que en ese año aún no habíamos llegado a ella) de una nave que se deslizaba sobre el terreno y se hundía en una sima de polvo lunar, y que le llamó mucho la atención al profesor de Literatura y me hizo leerlo en público, con gran vergüenza por mi parte.
(Continuará…)
Ese cuento corto, con el «Talgo Selene» como protagonista, lo leíste, cierto. A mí me hicieron leer también el que yo aporté. Pero tal vez hubo una diferencia: me confesaste que eso del tren lunar y su nombre lo habías tomado de un tebeo o algo así. Lo cual no es óbice para entender que fue una utilización de variadas fuentes, cosa ya de desarrollo intelectual.