Esto era una vez un parvulito muy guapo y tierno cuya imaginación desbordante le llevaba por derroteros de ilusión y ensueño que nunca tenían fin…
Hacía muy buena miga con su abuelo materno y siempre estaba emprendiendo aventuras, cual don Quijote y Sancho, o imitando las sugerentes historias de los variados dibujos animados, que veía por la tele, para llenar sus múltiples días y horas de ocio, siempre entretenido; con esa inocencia y ductilidad que solamente las proporciona los cuatro años que Abel tiene, trayéndole felicidad y alegría a raudales, a la vez que colmando sus ansias de libertad y conquista, en este verano cálido sevillano en el que la pandemia vuelve a hacer sus estragos.
Uno de sus lugares preferidos para llevarlas a cabo es la plaza de la Encarnación de Sevilla, que es la antesala de las calles más concurridas del casco histórico, en donde desde 2011, un parasol inmenso da sombra al mágico lugar: “La estructura de madera más grande del mundo”, reza en sus carteles; y que es conocida por las Setas de Sevilla.
Su fuente tiene cuatro surtidores que manan agua fresca desde 1720, aunque algunos días está tan sucia que no se puede jugar en ella. Es de dimensiones reducidas y está restaurada, sobreviviendo bajo un árbol frondoso. Tiene un estanque circular del que emerge una suerte de columna con elementos decorativos que se suceden hacia el cielo. De la columna, a media altura, surgen cuatro caños. El ruido del agua que mana de ellos apenas se escucha bajo el estruendo de las obras de un edificio colindante. Unos turistas se sientan en el peldaño que la circunda y consultan sin prisas en el móvil; otros, asisten expectantes al espectáculo lúdico que representan Abel y su abuelo.
Los espacios ajardinados que la rodean constituyen una isla rodeada de tráfico, poblada de pequeños parterres aislados y notables ejemplares de laurel de indias, varios cocos plumosos y algunos plátanos de sombra y naranjos.
Allí es adonde Abel dirige sus pasos, algunas mañanas o tardes, siempre buscando principalmente la fuente de cuatro chorros que hay bajo las Setas y, sobre su pretil, pasa ratos de diversión y ensueño pescando -con su palo largo, cual caña mágica de pescar- las múltiples hojas que caen en su estanque o taza desde lo alto del frondoso árbol que la cobija. Unas, caen afuera y son las que deja para que los lipasames (personal de limpieza del ayuntamiento de Sevilla) de turno hagan su meritorio trabajo; otras, reposan en el pretil o dentro del agua y serán las elegidas por Abel para pescarlas con garra e ilusión, ayudado -siempre- de su querido abuelito, que bien sigue las indicaciones del sensible infante quien, como capitán de la nave figurada, manda mensajes claros y continuados -que son órdenes cariñosas- al grumete de su abuelo para que -entre ambos- recojan una buena colección de hojas de todo tipo (grandes, medianas o pequeñas; verdes, amarillentas o grises…) para llevar a su casa -o a la de la abuelita- y con las que poder demostrar sus conquistas; como el marinero que vuelve a puerto seguro, enseñando sus capturas marinas más preciadas y así poder mantener el estatus de gran pescador que tanto le gusta y ha costado alcanzar.
Las hojas de la superficie van flotando superficialmente o se hunden progresivamente en el lecho de la fuente, formando un limo vegetal, que una vez recogidas todas las de la superficie, han de ser removidas con la caña-anzuelo (su preciado palo largo que nunca se debe olvidar), subiéndolas a la superficie, para pescarlas con gran alegría y contento, sin dejar de expresar -con sencillas y tiernas palabras- todo lo que va aconteciendo.
Uno de los primeros días, en su afán coleccionador, Abel se cayó fortuitamente dentro de la fuente, pasando un primer momento de susto que se transformó pronto en un alegre y fresco baño, como los que se dan los vagabundos que transitan por este lugar.
«Abuelito, abuelito… coge aquella hoja que se nos escapa…»; «abuelito… que esa hoja tan grande se nos profundiza…»; «¡qué contentas se van a poner mamá y la abuelita con la gran pesca de hojas que llevamos hoy!»; «¿cuándo van a venir los lipasames a pagarnos el trabajo de limpieza de la fuente que le estamos haciendo…?»; ¿con los euros que nos den, podremos -abuelito- comprarnos -en el Corte Inglés- más cars de los que a mí tanto me gustan?», etc.
Esas y otras muchas afirmaciones y preguntas lanza al aire el tierno infante, mientras su pequeño hermano Saúl brama y manotea por hacer el mismo juego; e, incluso, pretende perseguir -casi corriendo; ahora que a sus 10 meses se está soltando a andar- de la mano de su madre a las palomas de distinto plumaje que pululan en esta zona de Sevilla, siempre ávidas de ser alimentadas por transeúntes sensibles que sepan y quieran comparecerse de su orfandad.
Cuando el sol arrecia, los centenarios árboles regalan sombra y frescor al cuadro familiar que está en escena, hasta que la picada del hambre o del cansancio hace que se sienten todos en un banco y endulcen el entrañable momento con frutas frescas que trae la mamá o el abuelo, normalmente preparadas amorosamente por la abuelita, para que las fuerzas se repongan y la jornada de pesca deportiva se convierta en redonda.
La vuelta a casa de la abuelita Margarita es una gozada, pues allí le espera a Abel una dulce recompensa: una moneda de oro de chocolate -sin que sea la onomástica de los Reyes Magos; pero eso qué importa- o algo similar con la que dulcificar y recompensar positivamente los momentos vividos ante la trepidante pesca de la hoja y proseguir gozando con la imaginación, el oído y la vista de esos dibujos animados que solamente en casa de su abuelita sabe que se pueden visionar y disfrutar a pleno pulmón.
Y hasta que vengan, lleguen, se busquen o se inventen nuevas aventuras con las que conquistar la felicidad infantil más pura y genuina, habrá de continuar Abel investigando y disfrutando de la realidad que le circunda, pues -aunque no lo sabe todavía-, pasada esta edad mágica de la infancia, nunca volverá a encontrarse en ese bonito estado anímico -tan natural, barato y sencillo- de la auténtica felicidad en el que hoy se halla…
Sevilla, 16 de agosto de 2020.
Fernando Sánchez Resa